El punto de este domingo es que Van Morrison (Belfast, 1945) a veces puede coquetear con la bipolaridad: su carrera se ha caracterizado por los momentos más sublimes -generalmente a finales de los sesenta y a principios de los setenta- por los soplos irregulares y por los desvaríos religiosos que incluso pueden llegar a contactos con la cientología. Pero al final del día lo que importa es la calificación, casi siempre unánime, de este irlandés como uno de los grandes trovadores del rock y como uno de los animales sagrados de la cultura.
Como muy pocos Van Morrison se propuso, y al final del día lo logró con exceso, amalgamar la música tradicional estadounidense (el blues, el jazz y el gospel, fundamentalmente) con las añosas cepas celtas. Así, en sus sonidos puede haber esquirlas de la tarde de algún sábado de hace décadas en las cantinas del viejo Mississippi, limaduras de las trompetas y los saxofones de cualquier hueca de jazz de Harlem o vestigios del coro de una iglesia negra de Alabama, de la mano de las tradiciones irlandesas potenciadas por la literatura de los Joyce, Beckett o Banville, por ejemplo. Belfast, Detroit, Chicago o Londres, da lo mismo. En esto Van Morrison es verdaderamente transatlántico, efectivamente multicultural. Dicen que su baúl musical encontró arranques en la colección de discos de su padre, un electricista, que tuvo el siempre buen tino de poner a Leadbelly o Blind Willie Johnson a buen volumen en la casa. O en su madre, de joven cantante y bailarina.
Si me pidieran claves, si me interrogaran respecto de por qué nunca hay que dejar de escuchar a Van Morrison y hay que repetir sus discos, yo me decantaría por su voz, a un tiempo ronca y nasal, capaz de alcanzar las notas más altas pero también habilitada para la fiereza teatral. Argumentaría a favor de su presencia escénica, de su intrepidez para tocar versiones largas y libres de sus canciones más conocidas, alegaría a favor de su pericia para hurgar y encontrar lo mejor de la música occidental todos los días y luego de tanto tiempo. Pero también haría capítulo por dos de sus grandes discos (‘Astral Weeks’ y ‘Moondance’) verdaderas piezas de museo, auténticas exposiciones sobre la autonomía y la fogosidad de la música. Y, claro, su lírica, la plástica de sus letras (por ejemplo “We were born before the wind/also younger than the sun/ Ere the bonnie boat was won as we sailed into the mystic.” No traducible, claro). O la caricatura de sí mismo que ha logrado dibujar con el paso del tiempo, el Van Morrison pasado de peso, abotagado, ensombrerado, que con los años va afianzando una incontestable facha de Marlon Brando en declive, o el Van Morrison que les hace sentir a los entrevistadores su superioridad y su arrogancia, o el Van Morrison huraño y arisco. Van Morrison, de Irlanda a Ecuador sin necesidad o capricho de resurrección.