El acto de lanzamiento del último libro de Diego Cornejo -‘Nux Vómica’- fue una bocanada de aire fresco y ánimo para reafirmar convicciones colectivas en torno al periodismo independiente y las libertades. Había muchas razones para estar allí presentes. Cuestionar la infame campaña lanzada en contra de Cornejo y otros periodistas a quienes el Gobierno ha pretendido relacionar con un personaje oscuro de la represión febrescorderista. Quienes asistimos al acto fuimos a rechazar esas malévolas intenciones y a reivindicar la trayectoria de Diego en el periodismo. También fuimos para ser parte de una afirmación colectiva, ya no solo individual y personal, de las libertades políticas y de expresión tan burdamente tratadas por la revolución ciudadana con todos sus peligrosos deslices autoritarios. Estuvimos allí para reafirmar la figura del periodista como una profesión liberal noble, respetable y digna, hoy despreciada, atropellada, devaluada, degradada, mal tratada, por una revolución que, como dijo Francisco Febres Cordero en la presentación del libro, se siente dueña de una verdad absoluta.
Indigna la manera tosca y grosera como la revolución ciudadana deteriora día a día la convivencia democrática mediante un discurso maniqueo. En su afán por desprestigiar a los medios privados, por minar su credibilidad frente a la sociedad, ha convertido a los periodistas en unos sicarios de tinta, en personas que venden sus ideas y valores a unos empresarios corruptos y mafiosos que más o menos les ordenan lo que deben escribir. La revolución ha degradado a los periodistas a una categoría de peones de sus empleadores, despojándolos de toda conciencia y voz propia, manipulados y manipulables. Les cuesta a nuestros revolucionarios entender la complejidad de las libertades de información y pensamiento expresadas en el ejercicio diario del periodismo. Han preferido el atajo fácil: pisotear al periodista como un profesional sin ninguna autonomía y sin ninguna dignidad. Me imagino que esa concepción suya acerca de los patronos de la comunicación como dueños de la palabra de los periodistas la pondrán en práctica, con perfección milimétrica, en los medios públicos. La revolución ciudadana actúa como denuncia a sus críticos: un patrón implacable frente a los periodistas a quienes obliga a cumplir el triste rol de propagandistas a sueldo.
Fue un acto de contestación a la pretensión revolucionaria de convertirnos en súbditos, a su intención de minar, a través del miedo y la amenaza, nuestras capacidades para pensar y ser críticos de ambiciones y entontecimientos que envuelven al poder, más allá de sus contornos ideológicos. Aquella noche fuimos a rechazar el miedo, las amenazas, la intención de limitar nuestras potencias como sujetos con derechos políticos y de opinión.