Quito no está de fiesta, se ha inundado de apatía y desencanto. La suspensión de la feria taurina, eje de las celebraciones tanto en lo económico como en la creación del ambiente festivo es, claramente, la causa principal de la modorra. Sin embargo, hay otros motivos que trazan esta imagen abúlica de la ciudad: la moda prohibitiva y enclaustradora que se resume en los ataques permanentes contra la libertad y, derivados de esta última, el desarraigo y la falta de identidad.
Me temo que las celebraciones futuras de la fundación española de Quito degenerarán en agasajos populistas tropicales y en parrandas new age descontextualizadas del origen mestizo de la misma, origen que, por poner un ejemplo, se evidencia en el maravilloso casco colonial que le valió la declaración de Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1978.
Mientras tanto, por ahora, nos quedan ciertas muestras culturales que no se desvinculan de sus raíces, sino, por el contrario, se proyectan con la fuerza híbrida de varias razas hacia todo el mundo. Una de estas muestras es la casa museo de Oswaldo Guayasamín, inaugurada en días pasados e incorporada al complejo cultural de la Capilla del Hombre. A los 14 años de la muerte del pintor, su casa de habitación abre las puertas y devela tesoros prehispánicos, arte colonial, obras pictóricas de renombrados artistas europeos y americanos, todo en una exposición permanente que solo eleva el espíritu estético de Quito e incrementa notablemente su patrimonio cultural.
Siguiendo el sendero de la cultura para alejarnos un poco de la desidia manifiesta, nos encontramos con Joaquín Sabina y Joan Manuel Serrat en un concierto apoteósico que colmó a los asistentes de poesía, humor, diálogos inteligentes, monólogos teatrales; ritmos flamencos, latinos, roqueros, con notas de jazz y blues, de tango y mariachis, todos engarzados con letras vibrantes y sugestivas. Cerca de 15 000 personas corearon las canciones de estos dos virtuosos de la música y las palabras, artistas de culto que nos demostraron una vez más la grandeza que podemos encontrar en la diversidad.
Así, la vida decembrina de Quito transcurre embozada en niebla, ensombrecida por nubarrones cargados de intolerancia, crispación e irrespeto. Si no rescatamos nuestra identidad y no luchamos por la libertad individual y colectiva, el futuro será triste y oscuro, y aunque de vez en cuando se escuche algún albazo extraviado o una rumba lejana, o estallen en el aire el eco de las voces aguardentosas que celebran una caída y limpia, o se enciendan las luces de la mítica Belmonte emplazada en el pintoresco San Blas, la vieja ciudad rebelde, mestiza, libertaria y amable, deambulará como ahora, cabizbaja y adormecida, entre aires convulsos de culpa, revancha y derrota.