No ha sido algo usual que la gente cercana a los medios de comunicación sea invitada a los almuerzos de Carondelet. Pero como en tiempos de revolución ciudadana todo cambia, también cambian los comensales de la primera mesa del país. Hace unas dos semanas fueron los voceadores o vendedores de periódicos que, por boca de su anfitrión, se informaron del minúsculo tamaño de las porciones que se sirven en las comidas peluconas y, de la misma boca, recibieron la sugerencia de formar un sindicato. Ningún ambiente mejor que el de un buen par de platos para que la vanguardia iluminada pueda cumplir el objetivo leninista de inyectar conciencia de clase en quienes no la tienen. Nada mejor también -y que lo digan los mexicanos-, que el sindicalismo vertical creado desde el Gobierno para hacer realidad la democracia participativa.
En la tónica del cambio de comensales, este lunes fue el turno de los ex columnistas del frustrado diario público. Ellos se fueron dando el portazo cuando recibieron una disposición que contenía el índex de materias prohibidas, vale decir, los temas que no podían ser tocados y a los que no debían hacer alusión en sus columnas. Seguir escribiendo en esas condiciones era simplemente inaceptable para personas que, aunque en su mayoría apoyan al actual proceso y al líder único, saben adonde puede conducir el endoso de la libertad y de la autonomía. Por eso, sin contar con sindicato, actuaron como que fueran parte de uno y tomaron la vía que les aconsejaban sus conciencias y sus principios. Algunos de ellos habrán estado en desacuerdo con considerar a lo público como sinónimo de gubernamental, a la información como equivalente a propaganda y a la opinión como apología. No lo dijeron en su momento, pero un sabroso almuerzo ofrece una buena oportunidad para hacerlo. ¿Será que alguien se atreve?
Desde el punto de vista del lector es penosa la pérdida de un grupo en el que había valiosos columnistas. Lo es también desde la perspectiva del pluralismo y la democracia, que exigen muchas voces que sostengan sus propios puntos de vista y que discrepen abiertamente. A pesar de la exigua circulación de El Telégrafo, quienes allí escribían podían constituirse en el referente ilustrado de una revolución huérfana de ideas y cada vez más enredada en la insustancial palabrería sabatina.
La invitación a compartir el menú del día los coloca frente al dilema de defender los principios por los que se fueron o volver, atraídos por el encanto de la flauta presidencial, sin que las condiciones hayan cambiado en lo más mínimo. Es obvio, la invitación no será solamente para disfrutar de las habilidades del chef belga ni para hacerse una que otra broma entre viejos y nuevos amigos.