Lenín Moreno asumió el poder con un mensaje al que cabría calificar de positivo, si estuviese acompañado por la voluntad de convertirlo en políticas y acciones, como parecerían confirmarlo posteriores declaraciones suyas.
Todos reconocen la necesidad de reconciliar a los ecuatorianos, divididos por el maquiavelismo del anterior gobierno. El presidente Moreno ofreció tener siempre la mano tendida para el diálogo. “Nada que afecte a los ciudadanos se hará sin consultarlos” fue la frase que definió su encomiable posición.
Fueron bien recibidos su apoyo a la dolarización y su rechazo a una moneda paralela, así como el anuncio de austeridad en el gasto público. Su primer endeudamiento -¡2 mil millones de dólares!- habla más de la gravedad de la crisis que de la habilidad para enfrentarla.
Parco y genérico en política internacional, Assange y Venezuela enturbiarán sus meditaciones, sin que se vean síntomas de un necesario cambio. Hay que recordar, una y mil veces, que la diplomacia está llamada a defender ¡prioritariamente y siempre! los derechos e intereses ecuatorianos, por sobre cualquiera otra consideración, lo que no se vio en la última reunión de la OEA.
No está descaminado el señor Moreno cuando pide restablecer la sonrisa en las relaciones humanas. ¡Bueno el anunciado entierro de las sabatinas, expresión de prepotencia, glotonería verbal y vulgaridad! Bienvenido el reemplazo de ceño fruncido y lengua venenosa por la “alegría”, símbolo de fraternidad poetizada por Schiller y cantada por Beethoven. Lamentablemente, Moreno se contradijo cuando, en términos gratuitamente acusatorios, reeditó insinuaciones perversas sobre el “otro candidato”.
“Por sus obras los conoceréis”, dicen la Biblia y el buen sentido. Ojalá, el señor Moreno cumpla con sus promesas, principalmente la de buscar los consensos que darán a sus decisiones el vigor y la legitimidad del aval popular. Saludable su apoyo a la libertad de opinión y a los medios de información y crítica. Es bueno haberle escuchado que, sujeto a humanos errores, no dudará en reconocerlos y rectificarlos. Aconsejó huir de quien pretende poseer la verdad absoluta, en obvia alusión al tétrico “yo nunca me equivoco”. Loable su anunciada lucha contra la corrupción.
La bonhomía de Moreno, lindante con una ingenuidad romántico-humanista, deberá ser demostrada, día a día, mediante decisiones con ella coherentes. El presidente deberá recordar que el demonio, de entre todos los nombres con los que se le alude, el que más detesta –según los teólogos- es el de “señor dicis et non facis”. Hay que aplaudir las buenas intenciones, pero cuanto mejores sean, más pueden recorrer caminos en los que crecen la decepción y la frustración. Advertirlo no es desearlo. Todo lo contrario.
jayala@elcomercio.org