Las noticias no lucían nada alentadoras. Caída de los mercados mundiales arrastrados por el desplome bursátil en China, lo que hace suponer que la demanda de bienes del país asiático no tendrá la misma fuerza; y, por ende, no habrá el mismo apetito por las materias primas que otrora empujó su precio al alza. Depreciación de las monedas de los países del área, riesgos volcánicos que se reeditan, los que por décadas se desestimaron por irresponsabilidad o indolencia, o una mezcla de ambos, que por la imprevisión pueden causar más daños que en otras ocasiones pues en varias sitios se permitió edificar en plenas zonas de riesgo. En pocos meses, de una situación que parecía inmutable se cambió a otra en la que los nubarrones aparecen en el ambiente provocando incertidumbre y nerviosismo. Aún en economías sólidas como la noruega, que posee un Fondo Soberano de un tamaño equivalente a casi ocho veces el PIB ecuatoriano, las preocupaciones afloran y se teme porque la nueva realidad del mercado petrolero haga retroceder logros que resultan inimaginables para economías pequeñas como la nuestra. Todo ello pone en evidencia la dimensión de los retos a los que nos encontramos expuestos y la vulnerabilidad de una economía por años dependiente de la suerte de un solo producto de exportación y, por otro lado, de la inversión estatal que una vez que ha disminuido el flujo de ingresos empieza a dar signos de agotamiento.
Ante los nuevos acontecimientos resulta inconcebible que lo que ocupa el interés de gran parte de ecuatorianos sea el conflicto político. En vez de enfilar los esfuerzos a la búsqueda de soluciones que permitan paliar las amenazas de todo signo, se observa que las clases dirigentes no pueden escapar a la lógica de la disputa. Todo se resume a una confrontación por el control del poder. No se acepta ni como posibilidad que, en democracia, la ciudadanía elija al opositor como la nueva autoridad. No cabe como consideración que el poder pase de manos. La democracia a su entender existe solo con ellos al mando, por lo que no escatiman esfuerzos para seguir controlando la institucionalidad edificada a su propia medida.
Ni siquiera están dispuestos a respetar las reglas de juego que establecieron. Si lo consideran necesario para la perpetuación de su proyecto, no dudan en plantear cambios que les permitan mantener el control de la cosa pública, así aquello contradiga a lo que aspira la ciudadanía. Esto termina por exacerbar los ánimos agrietando aún más las disputas, lo que nos conduce a un clima más erizado en el que cada vez se hace más difícil retornar al camino en que los conflictos encuentran su solución por la propia vía institucional, sin manipulaciones de última hora.
Son tiempos distintos en los que no caben políticas pensadas para cuando existía abundancia. La lógica de la confrontación solo puede llevarnos a una situación aún peor de la que podemos esperar a consecuencia de la crisis. Las prioridades en este momento deben mirar como principal beneficiario al país y no al interés particular, personal o de grupo.