Más allá de la coyuntura electoral que copa la atención y obscurece las perspectivas, se hace necesario pensar.
El poder es el fenómeno más importante de las sociedades y el problema más grave que los individuos debemos enfrentar. Valores como derechos, libertad, justicia, legalidad y legitimidad están atravesados, condicionados, enfrentados o suprimidos por el poder. La ley misma es una invención para racionalizarlo, volverlo previsible, frenarlo y crearle responsabilidades. El Estado es una estructura de poder, que obedece a lógicas constantes, es un sistema sustentado en la obediencia.
I.- Las lógicas del poder.- El poder político, del signo que fuese, obra en torno a lógicas que se repiten, con mayor o menor énfasis, en todos los países, culturas y tiempos. Las diferencias son, en realidad, externas, formales y tienen que ver con doctrinas que pretenden darle presentación y consuelo al hecho de obedecer, en otras palabras, que buscan ennoblecer la servidumbre. Las lógicas más frecuentes son: 1.- Llegar.- Buena parte de la política radica en el empeño por llegar al poder -trepar se diría mejor-, si es posible empleando el argumento de la voluntad popular o, si es preciso, apelando a cualquier otra excusa o justificación. En torno al “arte de llegar” giran el marketing, el discurso y, si es del caso, la violencia revolucionaria. En esta fase, en los denominados sistemas democráticos, la estrategia gira en torno a (i) los sondeos, que dan la medida de la popularidad, establecen el punto de partida y determinan cómo debe ser la campaña; (ii) las tesis de la oferta con miras a obtener votos, oferta que frecuentemente es irreal, no apunta a cumplirse, apuesta a encantar a los electores; (iii) los métodos de obstrucción al adversario, cuando no los del abierto conflicto para destruirlo, porque los candidatos necesitan tener enemigos, o “malos de la película” y, en ausencia de ellos, deben inventarlos; (iv) la propaganda que sintetiza sondeos, modula y dosifica los ataques al “enemigo”, enaltece las virtudes del candidato, y crea el escenario del “mundo feliz” al que se llegará por el acto electoral.
2.- Justificarse.- El poder necesita justificarse, esto es, explicar su presencia y necesidad, y sustentarlas más allá de la legalidad, buscarle razones morales al hecho de mandar, ya sea apelando a grandes principios o propósitos (la justicia, o el cambio), ya articulando su argumentación en torno a ficciones necesarias como la delegación popular, la soberanía democrática, el derecho que da la revolución triunfante, la necesidad de reemplazar las perversiones del adversario con las virtudes del triunfador, etc. De hecho, las doctrinas políticas son intentos teóricos dirigidos a explicar, o a justificar, el fenómeno mando-obediencia. Obsérvese que incluso las dictaduras se autojustifican (la cubana, por ejemplo), y los golpes de Estado buscan, como primera medida, presentar una imagen de “legitimidad”. La legitimidad es el gran tema, que sirve dejar de lado los rigores de la legalidad, e incursionar en el vaporoso mundo de las teorías que explican incluso lo inexplicable.
3.- Quedarse.- Una vez en poder, el desafío es permanecer en él y, más aún, alargar el mandato, estirar y proyectar el régimen todo lo que se pueda. En esta lógica, los límites legales se miran como simples formalidades que hay que vencer. Aquí radica la esencia de la reelección en los sistemas democráticos. Los métodos para “superar” los períodos de gobierno establecidos en las constituciones son varios: (i) la reforma constitucional; (ii) el golpe de Estado desde el poder; (iii) el plebiscito; (iv) la interpretación de la Constitución, etc. Los argumentos, por cierto, son múltiples e imaginativos: (i) la necesidad de concluir el “proyecto”; (ii) la presencia de enemigos internos o externos que justifican la prolongación; (iii) la “legitimidad” del régimen que no puede quedar supeditado a lo que diga una norma dictada por los antecesores burgueses, etc. La historia de América Latina es fértil en ejemplos de prolongación, ya sea por la vía revolucionaria (Castro en Cuba), ya por métodos plebiscitarios (Chávez en Venezuela), ya por reformas constitucionales o interpretaciones normativas (Ecuador), o ya por un curioso método de sucesión, o de “herencia carismática”, como el caso de la Argentina. El hecho es que el principio republicano de la “alternabilidad” queda derogado. Como ha dicho el presidente uruguayo Mujica, la reelección revela una clara tendencia monárquica.
4.- Cambiar reglas y adecuar instituciones.
– Tanto para quedarse, como para cumplir la agenda gubernamental -que nunca es igual a la agenda electoral- los actores requieren: (i) cambiar las reglas bajo las cuales accedieron al poder y expresar en ellas su verdadera ideología, o al menos, el esquema en que realmente creen. Esto es lo que se llama la “nueva legalidad”. (ii) Adecuar las instituciones o, lo más frecuente, mediatizarlas y ponerlas al servicio de carismas personales y de visiones de grupo no votadas. La verdad es que las víctimas del ejercicio del poder son, precisamente, las instituciones, esas creaciones culturales de la sociedad que sirven para vivir en comunidad. (iii) La afectación a las instituciones conduce a la concentración de potestades y a la “personalización del poder”, ese curioso pero frecuente fenómeno que supone un retorno a los tiempos del absolutismo monárquico en que “el Estado soy yo”. El tema de Chávez es esclarecedor. No hay en ese caso posibilidad alguna de distinguir entre la revolución bolivariana y el coronel, entre el caudillo y el sistema, porque son uno solo. El problema está en que la revolución y el Estado a su servicio terminan, y estrepitosamente, cuando esa especie de “dios civil” muere o se va, y las sociedades, entonces, enfrentan las consecuencias de la guerra de sucesión. No hay ejemplo que pruebe que un régimen construido en torno al caudillo y con prescindencia de las instituciones, viva más allá de su mentor.
5.- Transformar a la obediencia en costumbre.- El poder tiene, como necesaria contrapartida, a la obediencia de los súbditos, llamados ciudadanos. Una de las lógicas más importantes sobre la que se ancla el ejercicio de los gobiernos es sistematizar de tal modo la obediencia, transformada en costumbre, que quedan eliminadas las visiones críticas, las resistencias legítimas, y quedan enterradas las preguntas aquellas, que mantienen viva a la dignidad: ¿tienen derecho a mandar?, y ¿cómo deben mandar?