El maquinista partió de Madrid y cuando se acercaba a La Coruña, un compañero lo llamó por celular interno para pedirle un favor para unos pasajeros. Tomó a 192 kilómetros por hora una curva que a gatas autorizaba 80. Descarriló: 79 muertos.
¿Hay algo más natural que una gauchada y más mecánico que atender el teléfono? ¿No es acaso la trivialidad nuestra de cada minuto? Pero en cualquier variación distraída del pensamiento, con el mejor disfraz de ingenuidad se cuela la semilla de un daño impensado. Lo dicen los Códigos Penales: por impericia, imprudencia o violación de reglamentos, hay culpa. No la inventó el legislador. La captó de la vida. Es que aun si es burdo en su origen, el mal puede hacerse patético y ser, a la vez, banal y atroz.
El tema no da para dividirse en izquierda, centro o derecha ni alinearse por filosofías o religiones. Es cuestión de humanidad a secas, porque para todos hay un pecado fundador como matriz: bajar la guardia, exigir y exigirse de menos.
El hombre es un ser que se sobrepasa. Hasta cuando no quiere, siembra a distancia. Por eso, en un Estado de Derecho, el control consciente de cada ciudadano sobre sí mismo es un deber insoslayable para que haya congruencia entre la persona y sus fines. De lo contrario, surgen incoherencias como la de antenoche: proclamar que la marihuana es “bosta” pero dejar el vigor intestinal de la palabra y en el acto votar por la viveza pilla de legalizarla, en vez de combatirla como el veneno que es. O saltan paradojas tristes, como garantir la honestidad policial exigiendo a modestos servidores una penosa declaración jurada de su patrimonio, confiando más en la sospecha generalizada que en el honor y su natural repugnancia por la traición al cargo.
Con más socialismo o más capitalismo, la única garantía de la libertad es el progreso de la conciencia, consagrada a amasar la realidad con ideas claras y propósitos nítidos, surgidos de debates profundos. Si no abrazamos ese camino, seguiremos canjeando la libertad creadora por rutinas, protocolos y sujeciones que salvan responsabilidades de procedimiento pero carecen de toda angustia por los resultados. En vez de pensar cada caso, copie y pegue.
Por esa vía, confiaremos cada vez más en controles menoscabantes. Toleraremos las preguntas ofensivas que se obliga a contestar, a pretexto de antilavado, a cualquier persona que se acerque con fondos al mostrador de un banco o financiera. Aceptaremos que, en plena vigencia del Mercosur, se nos fotografíe y registre el pulgar para cruzar de Buenos Aires a Montevideo. Nos despreocuparemos del sistema de escuchas armado en Brasil y nos alzaremos de hombros ante el secreto de su compra… Terminaremos por sentir natural que nos espíe la red revelada en Estados Unidos más las que sobrevengan. Es que nos habremos habituado a perder la privacidad, la dignidad y la libertad, en casa.