La verdad, daría toda la razón al presidente Rafael Correa si decide esta semana no asistir a la Cumbre de las Américas. Cualquiera con sentido común tomaría esa decisión. Primero porque sus propios aliados en la lucha anti-hegemónica le dieron la espalda. Los albistas asistirán a la cumbre, en parte, porque es la única oportunidad de pasar dos palabras de igual a igual con un presidente estadounidense que –salvo con sus aliados en la región- no tiene ningún interés real en profundizar relaciones de ningún tipo con regímenes tan contradictorios.
Segundo, tampoco iría porque si he denostado tanto la idea de cumbres donde no se hace nada, ir a último momento solo me haría quedar en ridículo. Si he dicho hasta el cansancio que estas cumbres son inútiles (y en verdad lo son) entonces para qué voy. Las cumbres están hechas como un proxy de los campos de golf que emplean los empresarios para cerrar negocios y avanzar en acuerdos; para tener un contacto personal con otro socio o socios y saber mínimamente si hay afinidades personales, que luego se puedan explotar para los asuntos que importan. En el caso del Ecuador, la Cumbre de las Américas podía ser importantísima para intercambiar al menos 10 minutos con el ministro canadiense Stephen Harper y hacer algo de relaciones personales de cara a los contratos mineros que los canadienses buscan con Ecuador. Esos 10 minutos podrían resultar en jugosa cooperación, asistencia o por lo menos buena voluntad para obtener algo del país que más tecnología tiene en el planeta sobre minería.
Pero bueno, si el presidente Correa decidió dinamitar la vía de partida antes de que esta empiece, va a serle muy difícil remontar ahora. En el caso de Harper, por ejemplo, el tema de encontrar ‘afinidades personales’ se terminó el momento en que su embajador en la Organización de Estados Americanos le consultó el jueves si reacciona o no contra el Ecuador por tener una posición tan radicalmente contraria al trabajo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y sus relatorías. Canadá es uno de los grandes financistas de los que habló el canciller ecuatoriano y acusó el golpe como propio.
En síntesis, yo en el lugar del presidente Correa también diría que no voy a la Cumbre. Serán 15 días molestos y con muchas preguntas hasta que esta pase, pero al menos se ahorrará los dos peores días de su historia con colegas mirándole de reojo, con otros tratándole de evitar y con unos más cerrando los ojos y moviendo su cabeza cuando pronuncie su discurso. Ya habrá oportunidad, con otras cumbres para deshacer el camino recorrido y para aprender –por ejemplo- que uno no puede hacer propuestas sin consultar primero a los países beneficiados por ellas. En fin, le daría toda la razón si no va. Sería bueno para el país y para la majestad presidencial. Y si va, en verdad le deseo suerte, la va a necesitar.