La sociedad -en especial la élite- es sin duda cómplice del triunfo de la teoría de la infalibilidad del poder. Esta teoría, que galopa bien engrasada y con las tuercas y tornillos debidamente ajustados, básicamente consiste en que el poder siempre ejerce la propiedad de la piedra filosofal, es inmune e indiferente al pensamiento crítico y a la disidencia. Al final del día, como en la regla de oro de las ventas y los servicios, en la política el poder siempre tiene y tendrá la razón.
Así, todo lo oficial es un dogma en el que hay que creer a pie juntillas: cualquier cuestionamiento deberá ser castigado con la máxima severidad de la ley, cualquier opinión distinta deberá ser silenciada de inmediato, cualquier información que se salga de los cánones, pues, tapada. Con la teoría de la infalibilidad del poder se elimina -literalmente- todo intento de pluralismo (“el chantaje del diálogo” como en Venezuela) porque no hay cabida para la diferencia, para el criterio divergente o para la circulación de ideas. Si el poder dice que el país va de maravillas, el país irá de maravillas y no discutan. Si el poder nos dice que todo ha cambiado, no hay nada que hacer: todo ha cambiado.
Sí hay espacio, por el contrario, para la libre circulación de dogmas, evangelios, axiomas y discursos repetidos con exquisita y mecánica precisión. El diálogo sería impensable, ya que demostraría, de acuerdo con la teoría de la infalibilidad, ceder (y es que en la política total y asfixiante no se debe ceder, en ningún caso). El consenso, es decir llegar a posiciones y acuerdos, sería todavía más inaudito porque significaría claudicar y mostrarse débil y para la infalibilidad del poder esto sería un error suicida. La clave radica en premiar a quien no rivalice, en condecorar a quien no pregunte, en ascender al de la vista gorda. La clave radica en reprimir a quien piense, a quien alce la mano, a quien vea las cosas distinto.
Es que el poder ya no le rinde cuentas al ciudadano: ya no es posible saber, de forma objetiva y científica, por ejemplo, cuánto se gasta o se invierte en tal o cual cosa, si las políticas son efectivas o si esos gastos o inversiones le convienen al país. Es, por el contrario, el poder quien vigila al ciudadano: el poder debe decirnos qué comer y qué tomar -por nuestro bien- qué películas son buenas y no atentan contra el honor nacional, qué y dónde debemos comprar, qué periódicos y qué canales políticamente apropiados tenemos que ver. En caso de duda, el poder siempre debe prevalecer. El ciudadano tiene razón, pero va preso.
Piensen en que la política democrática se basa sobre premisas diferentes: se debe dudar y limitar el poder en todo caso. Quien tiene poder – la historia está llena de ejemplos trágicos- siempre querrá más. El Estado debe ser servidor del ciudadano y no al revés. Piensen en que la política democrática se basa en el disenso, en la diferencia, en la alternancia y en la moderación .