Ídolos de barro, hechos a la medida de un mundo que se quedó en las imágenes, y que hizo de las ideas y de los valores espectáculo y propaganda; que vive anclado en los gestos de seres mediocres, transformados en los guías, en los líderes. Ídolos de barro que invadieron la literatura, el arte, la política, el deporte. Ídolos de barro que hacen juicios sobre el mundo y sobre todo, que creen tener el destino en la mano y que, cuando les derrotan, se quedan con su arrogancia, sin generosidades, entumidos en su verdadera y precaria dimensión.
Ídolos de barro como los Kirchner que tienen hasta monumento a su desvergüenza y a su audacia. Ídolos de barro, enredados para siempre en esa crónica roja en que se ha convertido la política latinoamericana. Ídolos de barro que pretendieron ser los nuevos referentes, los libertadores, los rostros visibles de un discurso que queda como pantalla y excusa de sus innumerables abusos.
Siempre hubo estos ídolos, becerros de cartón, transitorios íconos expuestos a la adoración de multitudes hambrientas de imágenes, de leyendas de opereta, tras las que actúa la maquinaria de la propaganda, el “prestigio” fabricado por los cortesanos y la mentira transformada en verdad.
Siempre los hubo, pero los tiempos que corren, sin duda, se llevan el campeonato mundial de la fabricación de estos subproductos de la sociedad mediática. Estamos llenos de ellos. La noticia son ellos, sus gestos, palabras, caprichos y desatinos. La opinión es la de ellos. Lo que importa son ellos, pese a la evidencia del disparate que encarnan, de la medianía que los agobia, de los caprichos infantiles que son la marca de sus vidas. Estamos agobiados por ellos, saturados de sus estilos, esperando lo que digan o lo que hagan.
Para entender nuestro tiempo, para entender la democracia de masas, la cultura de multitudes, la literatura de folletín, habrá que poner atención a este imperio de ídolos de barro, a esta tiranía del disparate, a este estilo de revistas baratas que se ha impuesto en todos los órdenes de la vida.
Probablemente allí esté la explicación de la vigencia de los perfiles de caudillos que son los grandes referentes de todo, y que no pasan de la vaciedad del modelo, de la mentira del discurso, de la moda estrafalaria.
Lo grave es que ahora las ideas siguen la ruta que dejan los ídolos de barro. La “literatura” consume ríos de tinta en torno a ellos. Muchos oficiantes, en papel de intelectuales, reparten inciensos entre la multitud entontecida por el carisma de íconos baratos.
Muchas teorías se construyen sobre personajes que, vistos a la distancia del tiempo, no servirán ni como transitorio objeto de noticia.
Es hora de archivar semejantes esperpentos y volver a la sensatez, a la austeridad, y a pisar firme en la realidad.
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