Vine a la ciudad vieja de Montevideo en busca de las huellas de Onetti y me topé con Cortázar. Tan genial como el novelista montevideano pero menos denso, menos desencantado, más juguetón y mundano, Julio Cortázar fue para mi generación un escritor de culto cuya ‘Rayuela’ -que este año cumple 50- nos conectaba directamente con París y con su poderosa sucursal, Buenos Aires, que resplandece al otro lado del río.
En los años 50 Cortázar había escrito algunos cuentos extraordinarios por la calidad, y también por sus temas. Uno de ellos, ‘La puerta condenada’, tiene lugar en una habitación del segundo piso del Hotel Cervantes, donde me encuentro por casualidad alojado. Aunque el hotel fuera restaurado hace dos años y cambiado de nombre, mi habitación mantiene, como era de esperarse, algo semejante a una puerta condenada, no con un armario como en el cuento cortazariano, sino con un rectángulo tapizado como un inmenso cojín destinado, supongo, a amortiguar los ruidos.
Si hubiera pretendido reservar esta habitación -como se lo proponía Vilas-Matas para no ir más lejos-me habría pasado lo mismo que con Onetti: se habría esfumado la huella antes de descubrir que el actual Hotel Esplendor es el viejo Cervantes restaurado. La sorpresa fue en aumento cuando una tallerista de literatura me informó de la increíble coincidencia del argumento de ‘La puerta condenada’ con el cuento ‘Un viaje’ o ‘El mago inmortal’ de Adolfo Bioy Casares. Los protagonistas de ambos relatos son viajantes de comercio; ambos cruzan el Río de la Plata en el Vapor de carrera, se hospedan (o pretenden hacerlo) en el Cervantes y por la noche escuchan el misterioso llanto de un niño, o la cópula de una pareja que alborota la pieza vecina.
En el Ecuador un caso así habría encendido todas las alarmas, pero a los dos escritores argentinos la coincidencia les pareció enigmática. Imágenes y argumentos de ese tipo de literatura flotaban en el aire de la época; sobre todo, en el aire sombrío y melancólico del Hotel Cervantes, donde también se hospedaba Jorge Luis Borges, muy amigo de Bioy Casares, cuando venía a la entonces efervescente tertulia montevideana.
Onetti debió frecuentarlo también. Como frecuentó deliberadamente los textos de William Faulkner para crear un mundo literario propio; mejor dicho, varios mundos simultáneos, como en ‘La vida breve’ donde, a partir de los ruidos que oye el protagonista a través de la pared, imagina una vida paralela en el apartamento vecino. Pero ésas son historias de una generación pasada, me digo. ¿A quién le inquieta hoy que una pareja copule en el cuarto contiguo? Y si escucha en la noche el llanto apagado de un niño llamará a recepción o sintonizará un thriller en la tele y santo remedio.
Entonces apago la luz. Pero a las 03:00 me despierta el primer gemido.