El otro día, en medio de la vorágine navideña, me senté en un banco del centro comercial, saqué mi periscopio episcopal y me puse a contemplar el paisaje y el paisanaje… para tratar de comprender mejor este mundo que me rodea y que, con frecuencia, me deja sorprendido y anonadado. Me refiero, sobre todo, al mundo de los jóvenes.
En un momento dado, no eran pocos los que juntando cabezas y poniendo caras sorprendentes se hacían un ‘selfie’. Y me puse a pensar… ¿Qué buscan los jóvenes a través del ‘selfie’? Quizá trazar en torno a sí un círculo impenetrable que les separe del mundo que les rodea, deslindando su territorio privado. Un círculo en el que solo pueden entrar, a lo sumo, las personas más cercanas, los panas y aquellos que, por una u otra razón, son capaces de suscitar una cierta sorpresa o atracción.
El ‘selfie’ es un buen símbolo de esa curiosa y paradójica mezcla entre intimidad asocial y la ya exagerada e inaguantable exhibición en las redes sociales: “Serás visto, serás consumido, o no serás nada”.
Semejante actitud quizá pueda deberse a una cierta frustración de no pocos jóvenes a causa de lo que se denominan “transiciones frustradas”, ese paso por la vida no siempre feliz, especialmente cuando la casa se siente fría y extraña, los padres lejanos, pocos los amigos y evidente la soledad.
Quizá lo más preocupante en esta generación urbana, individualista y gregaria al mismo tiempo, sea su apatía ante la participación social y política, el compromiso de la vida y las instituciones, incluida la Iglesia. ¿Seremos capaces de hacer de nuestros espacios tradicionales, de la propia familia, lugares y experiencias de acogida, acompañamiento, escucha, libertad,…?
Cuando veo a los jóvenes, tan autosuficientes y frágiles al mismo tiempo, siento que el consumo, la farra y la noche se convierten en “guaridas” en donde encuentran amparo y refugio. Quizá buscan fuera lo que no encuentran ni dentro de casa, ni dentro de la escuela, ni dentro de sí mismos.
A pesar de las infinitas posibilidades que ofrecen las redes sociales, la tecnología puede ser un encierro, la pequeña burbuja de una generación abandonada a los gélidos vientos de una cultura que, en vez de abrirles al compromiso solidario y ético, a la lucha por la persona, la justicia y la defensa de la casa común, les convierte, simple y llanamente, en consumidores de experiencias, sensaciones, marcas y ansiedades.
El ‘selfie’ se proyecta sobre la propia imagen, sin horizonte y sin más pretensión que retratar el propio rostro, pegado al del amigo, o el rostro de la presa, en la cacería de imágenes más o menos exclusivas.
Alguna de la gente que pasa me mira con curiosidad, quizá sorprendida de ver a su obispo, sentado y curioso en el banco de un mall… De pronto, se acerca un joven y, con el desparpajo propio de la edad, me pregunta: “Monse, ¿nos hacemos un ‘selfie’?”. Así es la vida.
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