El titular,arriba en la primera página del periódico inglés The Guardian, encendió las alarmas. Anunciaba la descomposición de los documentos digitales y, para regocijo quizás de los anticuarios, predecía que el futuro era de la imprenta.
No hay razones para regocijarse. Por el contrario. Lejos de ser una especulación ligera, la noticia provenía del mismo vicepresidente de Google, uno de los “padres” de internet, Vint Cerf, quien advirtió en una conferencia reciente que estaríamos enfrentados a perder una “generación”, “hasta un siglo” de nuestra historia. ¿Cómo? Muy simple. No parecen existir hoy garantías para que las toneladas de documentos digitales puedan ser consultados en el futuro. Y no tanto porque su contenido se borre con el paso del tiempo (como le ha pasado a un montón de correspondencia recibida a través de faxes), sino porque los equipos que hoy usamos para acceder a ellos se vuelven obsoletos en un santiamén.
Cerf no lo pudo haber dicho en términos más gráficos: “Si usted tiene fotos que le interesan –dijo a The Guardian–, imprímalas”.
Sus advertencias son preocupantes. Son alertas para tener en cuenta en nuestras propias vidas privadas si nos interesa guardar recuerdos familiares, o si nos preocupa la suerte de nuestros archivos personales. Pero sus advertencias son tal vez más significativas y serias para el manejo de las instituciones, de la memoria pública, de la historia de la humanidad.
Paradójicamente, con los avances tecnológicos hemos ganado y perdido mucho al mismo tiempo. Documentos que en algún momento conservamos en formatos novedosos hoy reposan inaccesibles.
Ignorante sobre la tecnología digital, la analogía más cercana que encontré para entender el problema es la de mi colección de tangos en casetes, pues las grabadoras son hoy piezas de museo.
Cerf lo llamó bit rote, que en el lenguaje de la informática también se conoce como “corrupción silenciosa” o “degradación de datos”. Los que se corrompen –hay que volverlo a aclarar– no son necesariamente los datos, sino los medios de los que nos servimos para almacenarlos.
La historia del papel, de los libros, no ha estado libre de similares preocupaciones. Cuando Eliseo Reclus –el geógrafo y anarquista francés que visitó a Colombia en el siglo XIX– quiso buscar sus libros, solo encontró sus migajas: “El comején había devorado todo”.
No obstante, desde la invención de la imprenta los libros se multiplican en copias que sirven para garantizar la sobrevivencia de su contenido. Lo que antes se hacía a mano, por escribientes en monasterios medievales. Las bibliotecas se convirtieron así, junto con los archivos públicos, en los grandes repositorios del conocimiento.
No se han quedado atrás en la era digital. Las bibliotecas más importantes, unas a mayor velocidad que otras, en sus ambiciones por adaptarse a los tiempos modernos, y a veces para ahorrar espacio, han ido reemplazando los libros físicos por los digitales. Deberían ser las instituciones más preocupadas por las advertencias de Vint Cerf.
El Tiempo, Colombia, GDA