La superstición señaló desde tiempos inmemorables al número 13 como el de la mala suerte. Entre algunos supersticiosos, el año de 1913 alimentaba temores. Gabriele D’Annunzio, el escritor italiano, dedicaba sus libros con las fechas 1912 + 1. Fue un año de horrores para el compositor austriaco Arnold Schönberg, quien desterró al número 13 de sus creaciones musicales.
‘1913’ es el nombre del libro de Florian Illies, una exquisita crónica, mes por mes, sobre el año que antecedió al inicio de la Primera Guerra Mundial. Su centenario se ha conmemorado con una explosión editorial. La revista The Times Literary Supplement dice haber recibido centenares de libros para su reseña. Abundan en ellos las diversas interpretaciones sobre sus causas –no puede existir una sola versión de la historia, mucho menos en asuntos tan complejos como los conflictos bélicos–.
El libro de Illies, periodista alemán, no se ocupa de la guerra. Sus páginas están dedicadas a explorar el espíritu premonitorio de aquel año a través de la vida cotidiana de círculos de artistas, literatos e intelectuales que se movían entre Viena, Berlín y París, cuando no estaban en lugares de retiro idílico.
La política y la guerra son aparentemente marginales en su narrativa, y sus alusiones a ratos irrelevantes a la cercana tragedia. Ese año, Stalin, Tito y Hitler coincidieron en Viena, aunque nunca se encontraron. El káiser Guillermo II prohibió a los oficiales del ejército alemán bailar el tango en uniforme. Pero Illies inserta ocasionales viñetas que sirven de anticipo: en junio, el Parlamento alemán aprobó incrementar por más de cinco veces las tropas en tiempos de paz.
Fue un año de acontecimientos en el mundo de las artes y las letras: Proust publicó el primer volumen de su obra monumental, ‘En búsqueda del tiempo perdido’; apareció ‘Muerte en Venecia’, de Thomas Mann; la Mona Lisa fue objeto de procesiones en Italia tras su recuperación, dos años después de su robo del Museo del Louvre.
Algunos habían abandonado cualquier utopía. Ese año, Oswald Spengler trabajó en sus primeros capítulos de ‘La decadencia de Occidente’. ‘Todo se despedaza’, escribió el poeta Georg Trakl, cuyo pesimismo se reflejaba en versos que exhalaban el “aire pestilente de la muerte”.
Pocas manifestaciones artísticas más proféticas de la tragedia como las pinturas del expresionista alemán Ludwig Meidner. Lúgubres, desoladoras, sombrías. Visión de las trincheras, Paisajes del apocalipsis fueron sus nombres fatídicos. Su cerebro ‘sangraba’ todos los horrores, tumbas, ciudades destruidas. Quienes lo visitaban y veían sus cuadros, anota Illies, creían que estaba loco. Pocos meses después, tristemente, la historia demostraba que la locura estaba fuera del taller de Meidner. Las ansiedades de otros parecían ajenas a las preocupaciones de guerra.