Con los resultados de los comicios del domingo, al gobierno de la presidenta Cristina Fernández tiene los días contados. Quedan atrás los sueños de retener el poder por medio de una reforma constitucional que le permitiría su reelección inmediata. Al parecer no habrán los votos suficientes, una vez que el candidato ganador Sergio Massa, antiguo colaborador del kirchnerismo, ante los requerimientos de la prensa se expresó en contra de los afanes reeleccionistas que asomaban desde las filas del oficialismo.
El lema “Cristina eterna” quedó sólo en un eslogan. Probablemente, en el escenario que no exista un ganador en primera vuelta, el candidato opositor sumará los votos de los que han sido críticos del actual Gobierno, con lo que el modelo impuesto desde esta facción del peronismo tendría marcado su fin. La historia no es nueva y constituye una reedición de lo que a menudo acontece en los países latinoamericanos.
Los votantes se desencantan de los caudillos en auge y les dan la espalda, hasta que aparece otro que toma el lugar del anterior y lo suplanta de la memoria colectiva para ir repitiendo una y otra vez el ejercicio de colocar en el poder a individuos que miman a los votantes, los seducen con propuestas irrealizables, desplazando a los que con valentía se atreven a enfrentar la verdad, a los audaces que evitan los ofrecimientos sin fin y se atreven a reclamar de los ciudadanos su buena dosis de esfuerzo y sacrificio.
Esa forma de hacer política es suicidio por estos lares. El que triunfa es el que destaca en el baratillo de ofertas, no el que convoca a reflexionar sobre el destino de un país sino el que luce más pródigo con recursos inexistentes. El político exitoso en nuestro continente es el que por un tiempo logra mantener hechizado al electorado, casi a menudo con acciones que terminan por minar las bases de la precaria institucionalidad existente. Todo se lo disfraza con el prisma de querer hacer el cambio, cuando en los hechos lo único que se lleva a cabo son movimientos que buscan cimentar apoyos con recursos públicos de los propios ciudadanos.
Ha culminado otro ciclo de esta forma de hacer política en el país del sur. El hechizo está roto. En dos años se enfrentará a la encrucijada de escoger entre quienes ofrecen un cambio consensuado, fortaleciendo el Estado de Derecho o aquellos que persisten en buscar atajos que debilitan aún más lo poco que queda por rescatar. La ventaja en esta ocasión ha sido que un importante sector del pueblo argentino ha resistido con éxito las pretensiones de controlarlo todo que ha mostrado el Gobierno que entra a su recta final. Resta saber cómo serán estos dos años que aún estarán en el Gobierno. Si actúan como estadistas responsables o si, por el contrario, con su apetito insaciable por el poder, con miras a futuros procesos electorales, dejan activados problemas que harán crisis en manos de quienes les sucedan. Dura prueba les espera por delante para volver ser el país de referencia que antes fue.