Nadie duda de que “Ficciones” pesa mucho (tanto al menos como “Otras inquisiciones”) en la valoración de la obra completa de ese argentino universal que se llamó Borges. Sin embargo, sabemos desde hace mucho tiempo que ninguna obra es perfecta, y “Ficciones” no es la excepción. Entre sus páginas figura un breve texto que sería genial si su autor no lo hubiera complicado con rodeos innecesarios y una sobrecarga de erudición destinada a tomar el pelo a los lectores, porque en ella no falta la atribución de obras inexistentes a autores inverosímiles, como aquella que achaca a Condorcet una imaginaria “historia decimal” y hace de Hegel el autor de una extraña “morfología”.
Liberado de todos sus circunloquios, el “Tema del traidor y el héroe” nos lleva a Irlanda y nos sitúa en 1824. Fergus Kilpatrick es el jefe de una conspiración contra Inglaterra para buscar la libertad de su patria; las tareas clandestinas han culminado y se ha fijado la fecha de la rebelión. Poco antes, ante los conspiradores reunidos, Kilpatrick anuncia que entre ellos hay un traidor y encarga a James Nolan que lo descubra y lo castigue, pero sin perjudicar la lucha por la liberación de Irlanda. Nolan cumple su cometido y descubre que el traidor es el mismo Kilpatrick, pero piensa que denunciarlo públicamente sería catastrófico para la rebelión, puesto que Kilpatrick es el caudillo más querido y admirado. Trama entonces un castigo, calcando episodios de las tragedias de Shakespare e incluso… ¡acontecimientos futuros! En efecto, Kilpatrick es asesinado en un teatro, como más tarde sería asesinado Lincoln. Años después, Ryan, bisnieto de Kilpatrick, descubre la verdad y publica un libro dedicado a la gloria del héroe.
Circunstancias que nadie ignora me han traído a la memoria estas páginas de Borges, porque en ellas encuentro curiosas coincidencias con episodios de la realidad actual. Reflexionando sobre la trama urdida por Borges me he preguntado qué pasaría si se introdujeran en ella algunas variaciones. Por ejemplo, hacer que Nolan denuncie públicamente a Kilpatrick, lo castigue y se erija como nuevo conductor de la rebelión, aclamado por el pueblo que reconoce en él al verdadero héroe, aunque más tarde será también acusado de traición por Ryan, quien busca limpiar la memoria de su bisabuelo. En ese caso, los lectores podrían preguntarse a sí mismos quién fue el verdadero traidor: ¿el que suplantó al gran caudillo para ocupar su lugar y usurpar su gloria, o el caudillo que no fue fiel al juramento de trabajar por la rebelión?
Cada cual es libre de razonar como considere correcto. Por mi parte, prefiero dejar que se muevan a su antojo los personajes que pululan entre mis libros amados. En mis cavilaciones he creído encontrar, sin embargo, una jerarquía en las lealtades: las que se deben a los principios y a los juramentos prevalecen sobre las personales. Pienso, por fin, que la historia suele imitar con frecuencia a la literatura.