No por tardía esta noticia era menos esperada. La habíamos esperado desde 2009, y apareció en los últimos días como si fuera el anuncio de algo irreal e increíble. Pero era cierto: la Asamblea legislativa había aprobado al fin una Ley de Cultura que ha dejado tras de sí una larga estela de intenciones, marchas, contramarchas, correcciones y sustituciones. Una ley que, a pesar de que parezca increíble, movilizó un escaso número de intereses y debates, mientras la mayor parte del sector cultural permanecía indiferente, quizá por desconfiar de las instituciones del estado, quizá también por haber alcanzado la certeza de que su propia producción no depende de instituciones ni de leyes. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que la Asamblea ha concluido su trabajo y a la fecha, el texto correspondiente está en manos del Ejecutivo para alcanzar el ejecútese… o el veto. Si es esto último, se da por descontado que la Asamblea se allanará dócilmente, y al fin la ley será expedida.
Debo decirlo francamente: después de haberlo revisado a vuelo de pájaro, porque me encuentro absorbido por otros menesteres, me ha quedado la impresión de que el texto aprobado es menos malo que aquellos que le precedieron, puesto que ha habido la suficiente sensatez para corregir lo que habría sido inaceptable. Siendo mejor que sus versiones anteriores, tampoco llega a ser una ley completamente buena. Es (como lo sospeché ya desde antes) una ley aceptable, en la que se nota un esfuerzo por poner algo de orden en la legislación sobre las instituciones culturales, sin alterar mayormente su naturaleza y sus funciones, y desarrolla ampliamente el régimen de los derechos culturales. En relación con la Casa de la Cultura, que fue uno de los temas que mayores temores habían provocado, es tranquilizador que la nueva ley conserva su naturaleza y autonomía funcional, así como la unidad institucional (integrada por la sede y sus núcleos provinciales). Sin embargo, vuelve al sistema de elección del Presidente de la entidad por parte de la Junta Plenaria, formada por los presidentes de los núcleos. O sea, se deja sin efecto el esfuerzo de democratización que ya se había alcanzado, al otorgar derecho a voto a todos los miembros de la institución.
No ha dejado de llamarme la atención la extensión que alcanza el tratamiento del patrimonio cultural. Es saludable que se lo haya hecho, porque hasta hace diez años hubo un franco descuido en la protección y administración de los bienes que conforman el acervo cultural del país. Junto a ese tema, el de la memoria social también ha recibido un adecuado relieve, otorgándole una importancia casi casi mayor que le reservada para el fomento de la creación. Me parece que detrás de ello hay un mar de fondo: parecería que en el ánimo del legislador, la preservación del pasado ha adquirido mayor relevancia que la creación del futuro. ¿Síntoma de que los movimientos políticos que se autocalifican de “revolucionarios” han llegado sin sentir a una postura más conservadora?