En “Los hermanos Karamazov”, Dostoyevski construyó una de las más grandes novelas del siglo XIX, una de aquellas que ponen al descubierto algunos de los aspectos más contradictorios de la condición humana, y las más ricas galerías de inolvidables personajes del universo literario, cuya psicología les permite encarnar al mismo tiempo lo más noble y lo más abyecto que puede albergar el corazón de una especie que, como decía Pascal, no es de ángeles ni de bestias pero puede compartir sus respectivos atributos.
Entre esos personajes, hoy he recordado a Iván, el mayor de los hermanos (libertino, cínico, librepensador, europeizado), que tiende a su hermano Aliosha, el menor de todos, una trampa malévola encaminada a minar su fe inconmovible y su vocación de santidad por el camino de la vieja tradición eslava del monacado. En una larguísima conversación llena de episodios que no se sabe si fueron reales o inventados, Iván quiere demostrar que el amor al prójimo solo es posible como abstracción o como concepto genérico, pero imposible en concreto. “¿Eres capaz –le pregunta– de ir donde el más asqueroso mendigo y besar sus llagas purulentas, y acostarte junto a él para abrigarle con el calor de tu cuerpo en las heladas noches del invierno?”. Pero Aliosha no vacila: sí, él es capaz de hacerlo porque ese repugnante mendigo es el Cristo mismo y amándole a él está amando a Cristo.
Entonces Iván le narra la historia del Gran Inquisidor. Es un poema que el mismo Iván ha compuesto: su acción transcurre en Sevilla, en pleno siglo XVI. Después de haber presidido un auto de fe realizado para quemar unos herejes, el Gran Inquisidor reconoce que Él está entre la gente. No lo nombra pero sabemos de quién habla. Manda a sus guardas a prenderlo y por la noche le visita en su mazmorra. Le observa largamente a la luz de un hachón y luego le habla mientras Él permanece siempre en silencio, tal como permaneció ante Pilato. “¿Para qué has venido? –le dice–. Ya no te necesitamos. Nosotros gobernamos en tu nombre y cuidamos la pureza de tu doctrina; no nos haces falta; tu presencia nos estorba. ¿Quieres volver a agitar a las masas? Los hombres nunca han sabido qué hacer con la libertad que les diste y han venido a depositarla a nuestros pies para que la administremos. Estamos corrigiendo tus errores y tenemos una sociedad ordenada. ¿Para qué has venido?”
El discurso del Gran Inquisidor permanece resonando en el cerebro y la conciencia del lector, y parece que retumbara en el mundo entero. A veces, en verdad, sus palabras vuelven a sonar estentóreas, pero están dirigidas a la Ley, o a la Justicia, o a la Democracia, que en cierto reciente video aparece representada por una hermosa mujer. ¿Para qué las quiere ya el mundo, si hay quienes gobiernan en su nombre y han logrado sociedades ordenadas, tranquilas, felices, que no se preocupan ya de su pasado ni tampoco del futuro, porque saben que esas serán en adelante las preocupaciones de Otro que ha recibido el encargo de administrar su libertad?