Para qué nos vamos a engañar, nunca fue la gran cosa. Pero al menos no producía espanto, como ahora. Este no es un típico caso de ‘antes’ y ‘después’ en el que el objeto, la persona o la situación en cuestión mejoran en la foto del ‘después’. Por el contrario, esta es la historia verídica de una libertad de expresión desfigurada, que produce entre pena y horror.
Digamos que antes era feona, desangelada, un poco tonta y mal encarada, pero nada muy grave; hoy es el equivalente a esa señora que a fuerza de cirugías plásticas se convirtió en un monstruo felino, en su delirio de parecerse al gato de su casa (googléenla, es Jocelyn Wildenstein).
La fealdad de esta libertad de expresión que hoy vivimos aquí no se me había hecho tan visible hasta que, hace poco, compartí unos días con más de cien periodistas de todo el mundo. El reflejo que me devolvía el espejo cada vez que topábamos el tema de marras era feo, feo… Las sesiones plenarias parecían más una terapia de grupo que un intercambio de experiencias profesionales.
Sin ánimo de victimización, juro que de repente no me reconocía en mis historias sobre el ejercicio actual del periodismo en el Ecuador. Porque ni los hechos ni los intereses eran los mismos que hace seis años, cuando estuve en otro programa que igualmente convocaba a colegas de todo el mundo. Entonces, las representantes de Sudamérica, una brasileña y yo, compartíamos mesas de trabajo con los periodistas de España, EE.UU. y Alemania, porque las condiciones en las que se ejercía el periodismo en nuestros países se parecía más a las de aquellos que a las de nuestros compañeros africanos, asiáticos o de Europa del Este.
Recuerdo haberme conmovido hasta el tuétano cuando mi compañero de Zimbabue contaba la anécdota de una noche de terror en alguna de las tres ocasiones que pagó con la cárcel la publicación una investigación que no era del agrado del gobierno.
Recuerdo también haberme sentido afortunada de no tener esas preocupaciones, porque yo vivía en Ecuador, un sitio medianamente civilizado, con algún criterio democrático. En ese tiempo, solo quería encontrar la manera de hacer mejor periodismo acá. Sí, el de antes no era un periodismo perfecto ni bonito, pero no era ese esperpento que se va configurando a medida que los odios –de lado y lado– nos consumen, las amenazas de orden penal y económico crecen geométricamente y el miedo nos respira cerquita de la oreja…
Y así estamos ahora: horribles. Hace poco menos de un mes, me encontraba junto a mi colega ecuatoriano siendo el centro de atención de un programa internacional de periodismo, porque contábamos las anécdotas más tremendas –junto al venezolano–. En resumen, éramos la personificación de esa libertad de expresión que pasó de feíta pasable a horrorosa impresentable.