Conocí a Gabriel García Márquez bajo el influjo de Tomás Eloy Martínez, en 1996, en Cartagena de Indias. Y como casi siempre ocurre en sus calles calientes, cuatro días se convirtieron en una eternidad.
Participaba como jurado de la sección de Televisión y cierta noche, agotado de ver capítulos de series y telenovelas, recibí una llamada de Martínez, para que nos fuéramos a la celebración del cumpleaños del premio Nobel de Aracataca. Se festejaba en un restaurante de la ciudad amurallada, en el primer piso de un edificio de la plaza Santo Domingo, que se llamaba La Sartén por el Mango. No sé si a todos les pasaba lo mismo, pero yo estaba nervioso y aterrado con la sola idea de enfrentarme a Gabriel García Márquez y no saber qué decir.
Entrar en aquel restaurante fue una proeza, porque era un local en forma de ele, pequeño, y además había una orquesta de son con el volumen a todo dar. Nadie oía nada. Allí estaban algunos de los mejores periodistas vivos de muchos países que Gabo había convocado dos años antes para crear la Fundación del Nuevo Periodismo Iberoamericano. Un sueño para formar a los profesionales del futuro, lejos de la modorra académica.
Muchos años después volví a encontrarlo, pero esta vez como maestro de uno de los talleres para editores de la fundación. Fue un fin de semana irrepetible, que ninguno de los editores pudo olvidar. Horas intensas en las que habló de lo que debía importarle a un periodista para hacerle justicia al oficio más bello del mundo.
Una de las noches del taller salimos a cenar todos juntos, como era costumbre. Otra vez fuimos al restaurante El Sartén por el Mango. Ya la comida había pasado y, con unos tragos, la conversación se animó. Éramos aprendices de magos ante el mayor prestidigitador de la tribu.
Allí confesó Gabo que una de las peores cosas que le habían ocurrido en la vida era justamente lo que yo había visto la noche de su cumpleaños: el efecto de la fama. Era una felicidad que había amargado su vida. Porque a partir de ahí ya nadie se acercaba con ingenuidad.
El premio Nobel tenía un don muy agudo para advertir a los oportunistas. Esa noche la cena se acabó abruptamente, cuando Gabo advirtió que uno de los editores, con más curiosidad o desfachatez que los otros, preguntaba y preguntaba. En un momento lo miró fijo y le dijo: “Tú estás haciéndome una entrevista. ¡Que mierda!”.
Regresé a Cartagena en 2010, como jurado de la FNPI. Una noche salimos a cenar con García Márquez y Mercedes Barcha. Ya en ese momento la memoria de Gabo había comenzado a jugarle malas pasadas. “Aturdido por dos nostalgias enfrentadas como espejos, perdió su maravilloso sentido de la irrealidad, hasta que terminó por recomendarles a todos que se fueran de Macondo, que olvidaran cuanto él les había enseñado del mundo y del corazón humano, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera”.