Tiene 83 años y está en plena juventud. Vive su vitalidad con muchas ganas. A cada momento prueba sus facultades, sobre todo cuando están sus nietos. Sabe que la mejor herencia que les dejará será su carácter indómito e independiente.
Cumple y colabora con todas las labores de la casa, le gusta leer, pero lo que más le encanta es salir. Se inventa cualquier “mandado” que le permite con justificación tomar un bus y escaparse a la ciudad. Y viene después de horas sonriente con las naranjas de San Roque, los panes de San Carlos o el jabón del supermercado.
No obstante, cada vez le es más complicado ir a la ciudad por víveres. Hoy mismo las naranjas, el pan y las otras compras han tenido que esperar. Todos estos días va a la rehabilitación en el hospital del IESS. Si, desde hace tres semanas cambió su rutina. En una de esas salidas el frenazo del bus lo arrojó brutalmente a la acera. Por poco se descerebra, mas quedó muy afectada su pierna.
Es tolerante ante su dolor, aunque le molesta el recorte de su libertad. Cuenta que esta no es la primera vez que experimenta un inconveniente dentro de las unidades de transporte que en locas carreras siembran de pánico a pasajeros, peatones y choferes de los carros pequeños que comparten con ellos las calles y avenidas. Dice que su historia de golpes, maltratos, frenazos y empujones la viven a diario todos los usuarios de estas carrozas de la muerte, en forma especial los niños, las embarazadas y sus compañeros de la tercera edad.
Todo lo ha soportado calladamente en aras de disfrutar de Quito, de la calle y de la autonomía. Si hubiera compartido esta información sin duda su familia le hubiera impedido sus excursiones, con lo que su flama interior empezaría a apagarse y con ella vendrían la inmovilidad, la tristeza, la vejez, y el panteón. Sin embargo, constata con mayor pena y preocupación que este transporte público cada vez más malo e inhumano corta sus alas, sus sueños.
Todavía se reconoce como correísta, habla de los logros del Gobierno y agradece las mejores pensiones que el Seguro otorga a los jubilados, pero un gusano interno le carcome a propósito de su experiencia reciente. Vuelve sus ojos al alcalde, a Alianza País y al Presidente. No desea desencantarse, pero el dolor de su pierna y sus frustradas excursiones a San Roque o a San Carlos le atormentan. Le carcome la violencia y el caos de la ciudad.
Con los años no acumuló plata sino sabiduría. Los ahorros los invirtió en la educación de sus hijos y en su casa. No le alcanzó para un carro, por lo que a sus 83 no tiene otra opción que la de recurrir al transporte público.
Quién diría’ el bus es su pasaporte para el ejercicio de su derecho a la vida.
No dice nada, calla con prudencia y generosidad, pero tarde o temprano explotará el volcán. Lo saben sus cercanos.