Con toda la fanfarria que se acostumbra al anunciar una de las medidas ‘soberanas’ que impresionan a nuestros pueblos, el presidente de Bolivia Evo Morales reveló que había decidido expulsar de su país a los integrantes de la misión con la que Estados Unidos suele canalizar sus programas de ayuda.
En cambio recibió bastante menos estruendo una interpretación constitucional de aquellas ‘sesgadas’, que permitiría al mismo Evo prolongar su mandato hasta el año 2020 nada menos.
De esta suerte, el magistrado boliviano se incorporó a la misma tendencia continental caracterizada por la prolongación más lejana posible, de las fechas en las cuales sería forzoso abandonar las delicias del poder. Tal tendencia -semejante a la manifestada a modo de ejemplo por la señora viuda de Kirchner, en Argentina; por Ortega de Nicaragua; el discutido y discutible señor Maduro, de Venezuela, hasta el señor Santos, de Colombia, y ni qué decir de los hermanos Castro de Cuba, ha dado pie para que preocupados analistas se pregunten una y otra veces, si las presidencias están o no asemejándose propiamente a las condiciones de las monarquías, tal como se viven dentro de muchos países del mundo.
Por cierto, otros elementos de la misma metamorfosis son el afán de designar a los sucesores de los presidentes gobernantes; el endiosamiento de unos y otros y la continuada progresión hacia la plenitud de las atribuciones públicas y, obviamente, la desaparición de la división de Poderes, que hasta hace no mucho tiempo se estimaba como requisito esencial de una estructura democrática.
Así lo ocurrido con los hermanos Castro, Fidel y Raúl, es casi un paradigma y lo mismo ha de decirse del caso venezolano y hasta el ecuatoriano, mientras el ámbito de intervención directa del Presidente crece de manera continua.
Más bien Europa, que una vez fuera la sede de las monarquías absolutistas y que albergó a varios totalitarismos de ominosa especie, como el de la URSS, el nazismo o el fascismo, aparte de otros menores, se distingue ahora por la serena transición de los titulares del Gobierno. La más reciente semana mismo hubo un ejemplo bien elocuente en Holanda, cuando habiendo renunciado la reina, le sustituyó sin alteración de clase alguna, el monarca Guillermo Alejandro, casado por más señas con una dama de origen argentino. Las monarquías constitucionales pueden juzgarse como magníficos ejemplos, pero hay que recalcar un elemento clave: allí los reyes simbolizan, encarnan y representan la unidad activa de la nación, superando cualquiera forma de exclusivismo.
Es cierto que la Historia no admite que el caudal de acontecimientos y personajes se ‘congele’ y se paralice, pero aún más cierto es que la existencia de los Estados solo se justifica por la simultánea búsqueda del bien común temporal y el respeto sin claudicaciones a los derechos y facultades de cada persona humana .