Desatadas las amarras totalitarias no dejan de fluir las noticias que dan cuenta, unas tras de otras, del latrocinio sistémico al que aquellos de la supuesta vanguardia sometieron a la nación. A más de los escándalos ahora conocidos de los que se hacían llamar revolucionarios que saqueaban las arcas estatales, surgen las secuelas del despilfarro en las empresas estatales conducidas a la quiebra por la acción de unos cuantos que las administraron sin ningún criterio técnico, solamente preocupados por satisfacer las devaneos del mandamás de turno. Obviamente los antes defensores de la teoría que los medios de comunicación sean públicos ahora no realizan ningún comentario, salvo algún obcecado que se resiste a aceptar el descalabro provocado insistiendo que esos bienes estatales debían estar al servicio del proyecto político de marras. Precisamente esa es la peor consecuencia de esta clase de desafueros en los que los recursos de todos los ciudadanos estuvieron puestos descaradamente al servicio de unos pocos que pretendieron aprovecharse de las coyunturas para obtener beneficio personal o de grupo. Conocer de las pérdidas de los canales de televisión incautados o de los resultados paupérrimos del periódico que convirtieron en pasquín oficial, produce indignación al constatar la poca prolijidad con que se administraron los bienes nacionales.
Y por todo ámbito continúan apareciendo más y más casos de manejos inadecuados lo que ha dado lugar a que acuciosos reporteros los inventaríen en un listado que debe servir como memoria de la ignominia. Frente a ello no es posible mirar hacia un lado como si hubiese sido únicamente el aparecimiento de eventos aislados. Por el contrario, hay que resaltar que en el gobierno anterior siempre se empeñaron en minimizar los casos donde se advertía que había malos manejos de los recursos estatales. No fueron pocas las veces en las que a los ex -funcionarios que ahora se los observa tras las rejas o por los techos, inculpados por la comisión de delitos por las propias autoridades judiciales resultantes de su metida de mano en la justicia, se los ponía como modelos de una gestión prístina y eficiente.
Su paso por el poder fue un verdadero fiasco que no se lo puede ocultar por la supuesta ejecución de obra pública, puesto que lo mínimo que se podía esperar era una cierta modernización de la infraestructura en razón de los ingentes recursos que recibió el erario nacional; sin embargo, ese fue el pretexto para que de forma mal habida se llenen los bolsillos los que tuvieron la oportunidad de estar al frente de entes estatales donde se manejaron inescrupulosamente cientos de millones de dólares.
Imposible no insistir en su herencia nefasta. El país mira absorto cómo aún se empeñan en eludir responsabilidades sin siquiera hacerse cargo de los hechos que allí lucen incontrastables: corrupción por doquier, crisis económica, agresivo endeudamiento y una nación bombardeada por una propaganda envenenada que la dividió, por el momento, irreconciliablemente.