En todas partes, más aun en los campos de la serranía, la ausencia de lluvia provoca cierto grado de angustia. Llegó septiembre y solo vinieron escasas lluvias que, en el campo, tienen valor no solo importante sino trascendental, porque constituyen el éxito de la agricultura, la tranquilidad, el ingreso económico; en general, una etapa de paz y progreso.
Tanto hemos agredido a la naturaleza que, aparte del cambio climático, hemos provocado alteración significativa en el régimen pluvial. Hasta hace 50 años el régimen de lluvias era regular.
Quien ayudó a laborar la tierra, supo muy bien que, en la primera quincena de septiembre, el arado rotulaba la tierra y en los surcos se depositaba las semillas, dejándolas cubiertas con un manto de tierra. En la segunda quincena de septiembre llovía. Todo octubre, con la nota singular de que el día 4 caía una verdadera tempestad; y por ser día de onomástico de un santo, la gente lo identificaba como el “cordonazo de San Francisco” .
En el tibio seno del surco, la semilla despertaba y comenzaba a fructificar. A finales de octubre, el naciente tallo salía de la tierra y proporcionaba alegría al campesino, cual si hubiese nacido una criatura humana. Pero si la lluvia continuaba podía ahogarla.
La naturaleza, más sabia que todos, detenía su descarga el 2 o 3 de noviembre, coincidiendo con el homenaje a quienes partieron de la vida. Era el “veranillo de las almas” .
En el intermedio, estaban listas las patatas, el maíz, el fréjol y más componentes de la “fanesca” que preparaba la familia reunida.
Días después retornaba la lluvia. Todo noviembre. Todo diciembre. Las plantas habían crecido, pero no lo suficiente como para resistir la cantidad de agua que depositaba la naturaleza. Entonces, esta cesaba pues había llegado el “veranillo del Niño Jesús” que duraba hasta mediados de enero; y, en el extremo, hasta el fin de ese mes.
En febrero, lluvias. En marzo, más. En abril, tanta que el campesino lo identificaba como “abril, aguas mil”. En mayo, decrecía. En junio, llegaba con alegría el verano; en julio se cosechaba las mieses; y en agosto, mientras los niños echaban a volar las cometas, los adultos realizaban la “trilla” para separar las espigas de los granos; y al final de una jornada con costales llenos del fruto, retornaban a casa, con la felicitad de traer la cosecha.
Estas son razones para justificar la afirmación de que hay angustia cuando faltan las lluvias en el mes de septiembre.
Ha llegado el invierno. Los días difíciles para la agricultura serrana y para el bienestar de tanta familia campesina adquiere ribetes de optimismo. Muchos varones no deberán migrar a las ciudades en busca de trabajo. Como en otras épocas, la lluvia constante causará cierto malestar y estaremos con la esperanza puesta nuevamente en el sol veraniego.