Para entender el predicamento en el que se encuentra la política exterior del presidente Barack Obama bastaría con oír la voz de la calle en El Cairo. Si en algo coinciden los partidarios del depuesto presidente Mohamed Morsi y quienes apoyan a los militares que lo derrocaron es en que todos creen que el conflicto lo creó EE.UU., es decir, Barack Obama.
Los egipcios, sin embargo, no son los únicos que se quejan de la política exterior de Obama. En Europa, el descubrimiento del espionaje de la NSA contra ciudadanos estadounidenses y extranjeros residentes en EE.UU. y sedes diplomáticas y gobiernos de por lo menos 38 países ha creado malestar, más entre la ciudadanía, a la que le parece una intrusión moralmente reprobable, que entre los gobernantes, que saben que el espionaje de amigos y enemigos es práctica común. Hoy, por ejemplo, menos de la mitad de los alemanes piensa que se puede confiar en el Gobierno estadounidense.
En América del Sur, más específicamente en los países de la Alba, el sentimiento antinorteamericano se ha redoblado por el maltrato contra el presidente de Bolivia, Evo Morales, al negársele sobrevolar o aterrizar en algunos países europeos bajo la sospecha de que en el avión presidencial viajaba también Edward Snowden, el analista de la CIA que reveló el espionaje de la NSA. Descaradamente, EE.UU. ha negado ser responsable del incidente, y ni Obama ni Kerry han dicho una palabra sobre el caso.
Amparados en su idea de que Estados Unidos es el país del destino manifiesto y la potencia mundial indispensable, a los estadounidenses les ha gustado medir a sus presidentes en función de su legado en política exterior. En el caso de Franklin Delano Roosevelt, su legado indiscutible fue sumarse a los aliados para ganar la Segunda Guerra Mundial y conjurar así el peligro nazifascista. Lyndon B. Johnson, un presidente que tantos logros obtuvo en la política interna, hoy es vilipendiado por haber atascado al país en la guerra de Vietnam.
Hasta ahora, Obama se ha perfilado como un político realista, aunque plagado de contradicciones. “Obama -cuenta Gideon Rachman, del Financial Times, que le comentaba el académico turco Hakan Altinay- habla como si fuera el presidente de la Unión Americana de Libertades Civiles, pero actúa como si fuera Dick Cheney”.
En este sentido, no es de extrañar que, al tiempo que Obama nombra como secretario de Estado a John Kerry, y a Chuck Hagel como secretario de Defensa, dos hombres pragmáticos que privilegian la negociación con el enemigo por encima de la intervención militar, designe a dos “moralistas” como parte del mismo equipo. Susan Rice, la nueva consejera de Seguridad Nacional, es reconocida por su activismo tanto como por su creencia en que EE.UU. tiene la obligación moral de intervenir en otros países para detener desastres humanitarios. Lo mismo sucede con Samantha Power, la recién nombrada embajadora en Naciones Unidas, que se ha distinguido por su defensa de los derechos humanos.
Así las cosas, habrá que ver por cuál de los dos modelos se inclina Obama, si logra articular una visión clara de sus objetivos en política exterior y si tiene la habilidad política necesaria para convencer al Congreso y a la opinión pública estadounidense de que su visión es la que mejor protege los intereses de EE.UU. en el mundo. Las encuestas dicen que la mayoría de los estadounidenses quiere una defensa robusta del país y no tiene ningún deseo de cambiar el mundo por la fuerza.