Hace dieciséis meses que las protestas multitudinarias de la ‘primavera’ del pueblo egipcio en la plaza Tahrir lograron deponer, en pocos días, al autoritario Hosni Mubarak. Entonces comenzó un lento proceso conducido por los mismos militares que en su momento apoyaron a Mubarak, cuyo destino final debiera ser la democracia. Ellos prometieron entregar el poder a los civiles no más allá del próximo 1° de julio. No obstante, en los últimos días, en lo que es una señal preocupante, los militares egipcios impusieron nuevamente la ley marcial, tan sólo dos semanas después de que su plazo original había expirado. Al día siguiente, como si hubiera estado previamente concertado, la justicia egipcia declaró inconstitucional al llamado a elecciones parlamentarias del año pasado y disolvió el Parlamento electo por el pueblo, dominado por los Hermanos Musulmanes. Acto seguido, los militares anunciaron que, ante el vacío así generado, asumían las facultades legislativas.
No contentos con eso sancionaron una ‘Constitución interina’ con la que preservaron -al menos por ahora- su autonomía en el manejo financiero y operativo de todo lo relacionado con su actividad. Para completar el ramillete de sorpresivas medidas, designaron a dedo una comisión de cien ‘notables’ a los que encargaron la redacción de una nueva Constitución definitiva, de espaldas al voto popular.
Mientras tanto, los Hermanos Musulmanes anunciaron haber ganado las recientes elecciones presidenciales, al derrotar al candidato de los militares, Ahmed Shafiq. No obstante, ese resultado de una elección reñida, que consagraría a Mohamed Morsi como presidente electo, no ha sido aún oficialmente reconocido, mientras los Hermanos Musulmanes convocaron a una manifestación multitudinaria en su apoyo. Morsi, que, habiendo sido apoyado también por el islamismo radical denominado salafismo, reclama la necesaria confirmación oficial de su victoria.
Mientras tanto, los plazos siguen corriendo inexorablemente en dirección al 1° de julio. La ansiedad se ha apoderado del panorama político egipcio y de su sociedad. Parece evidente que Egipto enfrenta una encrucijada que debiera ser superada con prudencia, razonabilidad y moderación de parte de todos sus actores.
Con su sociedad dividida en dos grandes mitades que postulan alternativas hasta ahora irreconciliables, es hora de tratar de avanzar juntos adoptando consensos básicos, sin que el camino por recorrer suponga la necesidad de excluir a buena parte de la ciudadanía a la que se intente imponer, con intolerancia, una visión que obviamente rechaza de plano. En democracia, las mayorías deben considerar y respetar a las minorías. Un triunfo en las urnas no confiere el derecho a ignorarlas, ni mucho menos el de someterlas.