El poder político es ajeno, y quienes lo ejercen, lo hacen por encargo, bajo un préstamo precario, condicional, transitorio y revocable. El poder es de los ciudadanos. No es de colectividad alguna.
No es de la nación. No es del partido. No es del caudillo. No es del papa, ni del rey ni del presidente. No es del dictador. La soberanía, la única, la verdadera, radica en cada persona. La otra, la del Estado, es una ficción que se inventaron los monarcas absolutos para justificar aquello de que “el Estado soy yo”.Y porque el poder político es ajeno, quien lo ejerce -ya sea presidente, legislador o juez- está moral y legalmente obligado a legitimar su ejercicio cada día, a dar testimonio de lealtad al elector, a cumplir el mandato con rigor; está obligado a explicar sus actos, a rendir cuentas, a observar los límites, a decir la verdad aunque no sea “lo políticamente correcto”. El poder, como la palabra, obligan, imponen conductas rigurosas y lealtades absolutas frente a la gente. Y esos deberes superan toda ideología, rebasan todo proyecto, y deberían desplazar todo interés que no sea aquel que refleje los valores y principios, esos referentes que guardan las familias y las personas, y sin los cuales la convivencia sería imposible.
La diferencia entre la barbarie y la civilización está precisamente en eso, en la lealtad a los valores, en los límites interiores; en aquello de respetar los semáforos sin policía al frente, en aquello de la integridad sin vigilancia. Solo ese modo de actuar genera confianza y permite que los dirigentes convoquen incluso a sacrificios para superar las crisis y enfrentar los problemas. Hay quienes, como Churchill, ofrecieron, como programa de su régimen, sangre, sudor y lágrimas, y triunfaron en la guerra, en el gobierno y en la historia.
Lo grave es cuando no hay instituciones que articulen ese poder ajeno y transitorio. La Asamblea Nacional no es entidad con vida propia. Es un poco de palabras escritas en la Constitución.
Es un membrete sin alma y un escenario al que concurren multitudes cada día. La ley no encarna en nadie, es un papel que se escribe y reescribe, literatura de bastión partidista, propuesta tramposa para que alimenten su credibilidad los ingenuos.
A esto hemos llegado después de una década de alucinación y lotería. Y ahora vemos lo que vemos en pantalla gigante, y oímos lo que oímos, y empezamos a preguntarnos con angustia e impaciencia ¿ese será el país?, ¿esa es la política?, ¿allá conducen las revoluciones y los caudillismos?, ¿esa será la democracia de los nuevos tiempos, la que se anunció con bombos y platillos cuando se alimentaba el mito que la retórica tercermundista llamó, en su estilo grandilocuente y vacuo, “el espíritu de Montecristi”?