No existe ni puede existir una democracia sin elecciones, pero éstas también se pueden convertir en un instrumento de control y manipulación, como bien señala el politólogo Andreas Schedler cuando desarrolla su concepto de “autoritarismo electoral”.
Los regímenes de este tipo, dice Schedler, “organizan elecciones periódicas y de este modo tratan de conseguir, cuando menos, cierta apariencia de legitimidad democrática, con la esperanza de satisfacer tanto a los actores externos como a los internos. Al mismo tiempo, ponen las elecciones bajo estrictos controles autoritarios, con el fin de consolidar su permanencia en el poder.”
Así, en los autoritarismos electorales ni se restringen ni se prohíben las elecciones, pero éstas no cumplen 7 condiciones mínimas para ser consideradas como democráticas. No voy a enumerar todas, pero éstas deben permitir, dice Schedler, que “todos los ciudadanos disfruten de oportunidades irrestrictas para formular sus preferencias políticas, para expresarlas a los demás y para hacer que tengan el mismo peso a la hora de adoptar las decisiones”. Las elecciones serán democráticas si y solo si se cumplen con todas y cada una y la violación de cualquiera de ellas invalida el cumplimiento de todas las demás. De estas condiciones, la que quiero relievar en este artículo es la de la integridad, garantía, a través de funcionarios probos y profesionales, del principio de una persona, un voto.
Hay muchas formas mediante las cuales los gobernantes autoritarios pueden incumplir éstas condiciones, y la de la integridad puede violarse a través de la implementación, en el diseño del sistema electoral (es decir en las normas electorales), de reglas que alteren la forma de distribución de votos y de adjudicación de escaños, favoreciendo a unos actores y perjudicando a otros. También se puede recurrir a la división arbitraria de distritos electorales para sacar ventaja en las votaciones, y a una grosera sobrerrepresentación distrital (malapportionment), para asegurar que sigan ganando, aunque pierdan.
Cabe recordar aquí la reforma electoral de 2012 (para cuya implementación incluso el CNE movió el calendario electoral de 2013), que modificó el método de asignación de escaños provinciales de la Asamblea Nacional, cambiando el de Hare por el D’Hondt, lo que, sumado a la división en distritos de las 3 provincias más grandes, generó una sobrerrepresentación en el legislativo del movimiento oficialista de casi el 30%. Es decir, en 2013, con un poco más del 50% de la votación, AP obtuvo casi el 80% de los escaños. Una simulación electoral que utiliza el mismo método, alimentada con encuestas recientes, arroja que con una votación de 35%, AP podría tener una mayoría de más del 50% en la Asamblea en 2017 ¿Autoritarismo electoral? ¿Elecciones sin democracia?