El nombre de John Gurdon ha salido en todas partes por estos días: en los periódicos de papel, en las galletas de la fortuna, hasta en Internet. Pero no solo por haberse ganado el Premio Nobel de Medicina junto a Shinya Yamanaka, que ya sería suficiente motivo, sino también por un episodio de su juventud que ahora se ha difundido casi tanto como la noticia misma del premio. Fue él quien lo contó en artículo científico del 2006.
Un artículo en el que narra las vueltas que dio en la vida hasta llegar a ser uno de los pioneros de ese descubrimiento que hoy le ha significado el Nobel compartido: que ciertas células maduras (explica la revista Time, o eso entiendo sin saber nada) pueden reprogramarse de manera artificial y ser pluripotentes: células madre capaces de incorporarse en un organismo y regenerar sus tejidos. Es modificar la estructura de una célula y volverla de otro tipo, creo.
Pero la narración de Gurdon empieza con una anécdota de sus 16 años, cuando estudiaba en Eton, el colegio de la aristocracia inglesa, y su profesor de biología escribió un feroz reporte en el que le decía que era un desastre y un fracaso, tiempo perdido. Alguien que insiste en “hacer su trabajo a su manera”. “Creo que quiere ser un científico, lo cual es ridículo: quien no entiende simples hechos biológicos no tendrá la menor posibilidad de ser un especialista…”.
Y vean ustedes lo bien que le fue al ‘vago’ de Gurdon, por “hacer su trabajo a su manera”. De hecho fue tan importante en su vida ese reporte que lo condenaba para siempre a la mediocridad, que aún lo tiene colgado en su oficina de Cambridge y fue lo primero que mencionó en la rueda de prensa tras enterarse de que le habían dado el Nobel. “Así también es la ciencia -dijo-, los experimentos fallidos son los que conducen al acierto”. Lo decía Sinatra: el éxito es la mejor venganza.
Se trata de un delicioso caso más, por supuesto, de esa larguísima y épica historia de triunfadores que son el fracaso de quienes algún día los consideraron un fracaso. El único libro de superación personal -todos lo son, desde ‘La Ilíada’- que de verdad tendría sentido sería ese: una antología de las opiniones estúpidas que en algún momento sirvieron para juzgar a los genios y predecirles un futuro miserable e infeliz. No sé si exista, pero sería también el gran libro del humor.
Un libro no: varios tomos de la historia universal de la infamia y la necedad. A Giuseppe Tomasi, Príncipe de Lampedusa, uno de los más grandes escritores de todos los tiempos, le rechazaron su única novela tres veces; tuvo que morirse para que por un azar la publicara Feltrinelli. Es ‘El Gatopardo’, la mejor novela italiana del siglo XX.