Siento comenzar el año dedicando mi artículo dominical a Mr. Trump. Pero, recientes aún las Navidades, me ha rondado la cabeza la necesidad de aclararme sobre quién es el salvador del mundo. Si la tierra es Norteamérica es evidente que Mr. Trump tiene esa clara vocación, Y sin embargo, nada más lejos de la realidad. ¿Podrá ser el salvador del mundo, redentor de los pobres y cautivos alguien con semejante política de salud? ¿Alguien capaz de armar semejante política migratoria? ¿Alguien que está dispuesto a separar a 800 000 niños de sus padres para disuadir a los miserables latinos de pisar el territorio sagrado? ¿Alguien que, siendo su país el mayor contaminante del mundo, se retira del Encuentro de París y deja la solución del calentamiento global a las víctimas? ¿Alguien que altera el status quo de Jerusalén y rompe el maravilloso equilibrio de las tres grandes religiones monoteístas? Yo creo que no. A Mr. Trump habría que dedicarle aquella vieja canción contestaría de los años 80: “Déjame en paz, que no me quiero salvar”, al menos tal como Usted pretende hacerlo. No es ese el mundo que muchos deseamos, un mundo que niega principios, destruye valores y amenaza la justicia y la paz. Un mundo así sólo se sostiene levantando muros y alambradas, dinamitando puentes y dejando claro en qué lugar está cada cual.
Ahora se comprende por qué el Papa Francisco recibió tan fríamente a Mr. Trump. Porque ya sabía… Sabía que el señor ya había dividido el mundo de forma radical en ricos y pobres, en orientales y occidentales, en moros y cristianos, en nosotros y el resto. Lo bueno de Francisco es que nunca mete el evangelio en el baúl de los recuerdos, ni en el cajón del olvido. En aquella famosa audiencia su rostro reflejaba hasta el cansancio la contrariedad de tener que abrazar y sonreír al más poderoso de los poderosos.
No sé qué nos deparará el 2018. Hay que pedirle a Dios que no nos abandone el espíritu de resistencia, que sigamos promoviendo la defensa de la casa común, el derecho de migrantes y refugiados a encontrar un rincón en el que ubicar no sólo su hambruna y su temor a la muerte sino las maravillosas cualidades y destrezas que arrastran consigo. Integrar no es fácil, pero no es imposible. Así se fue configurando Norteamérica, como un dédalo, un lugar enmarañado de múltiples culturas.
¿Quién será el salvador? Nadie que no sea capaz de trascender el propio límite, el de la codicia y la ambición, el ansia de poder y de mando que sembró el mundo de trincheras y de fosas comunes por un mendrugo de influencia. En Ecuador no estamos lejos. Hoy las trincheras y las fosas tienen nombre propio: se llaman paraísos fiscales, evasión de capitales, corrupción, impunidad, marañas políticas y jurídicas que ayudan a los pájaros a levantar el vuelo. La pregunta es siempre la misma: ¿Quién nos salvará de los salvadores?