Daryl G. Kimball / International Press Service
Seis meses después de la asunción de
Donald Trump, la guerra de palabras y de amenazas nucleares entre Estados Unidos y Corea del Norte escalaron hasta un punto en que parece más difícil que nunca lograr una resolución pacífica a la crisis.
Los dos gobernantes deben ponerse a trabajar de inmediato para distender la situación y mandatar a sus representantes para que mantengan una conversación adulta y aflojar las tensiones.
El gobernante norcoreano Kim Jong-un juró el 1 de enero “seguir desarrollando” las fuerzas nucleares de su país “mientras Estados Unidos y sus fuerzas vasallas mantengan sus amenazas nucleares y su extorsión”.
Kim también alertó de que su país se preparaba para probar un prototipo de misil balístico intercontinental. Y a los dos días, Trump no se aguantó de lanzar “una línea roja” en Twitter: “No va a pasar”.
Pyongyang respondió a los ejercicios militares y a las declaraciones de Estados Unidos en su vecindario con su propia, y más beligerante, retórica.
Después de que la prensa informó de que un portaaviones avanzaba hacia la península coreana, el vicembajador norcoreano en la ONU alertó el 17 de abril que “una guerra termonuclear puede estallar en cualquier momento” y que su país “está pronto para reaccionar a cualquier modalidad de guerra de Estados Unidos”.
Tras una revisión de varias agencias, Trump y su equipo anunciaron una política de “máxima presión e involucramiento” para que Corea del Norte abandone sus ambiciones nucleares y su programa de misiles balísticos.
Hasta ahora, el enfoque ha sido de pura “presión” y de “ningún involucramiento”, con funcionarios de Estados Unidos exhortando a Corea del Norte a que acceda a tomar medidas concretas para demostrar su compromiso con la desnuclearización de la península coreana.
En respuesta, Pyongyang aceleró el ritmo de sus ensayos balísticos, incluso realizando en julio pruebas de vuelo de misiles balísticos.