Estamos habituados a un Estado estruendoso y obeso, y a un estilo que ha transformado el ejercicio del poder en una especie de desfile con banda de guerra, con ritmo de bombo y corneta. La vida pública es un espectáculo, es el “reality show” que nos abruma a toda hora, de modo que vivimos sofocados por ella, abrumados, estremecidos por sus anuncios o ilusionados por sus discursos.
La política es el gran hermano invisible. Está en toda conversación, en las entrevistas, en la prensa, en las pantallas, en las revistas. Está metida como maldición en el alma de quienes se llaman pomposamente ciudadanos (perdón, también ciudadanas…) La política ha secuestrado la intimidad de las personas, ha distorsionado la visión amable de la patria, que ahora es el “Estado”, ogro que socava las libertades, gastador incorregible, dueño de todos los destinos.
En los países europeos, por lo general, no se siente al Estado; la política no es tema de conversación, a menos que algún acontecimiento extraordinario ocupe transitoriamente la atención de la gente. Pero, el Estado eficaz está allí: en los eficientes medios de transporte, en la policía confiable, en los servicios públicos que funcionan como reloj suizo, en sistemas judiciales rodeados de esa dignidad que pedían los viejos romanos para las magistraturas. Allá, la maquinaria estatal, limitada por la legalidad, funciona sin chirridos, sin echar el humo de los escándalos a cada instante; sin que los diputados sean personajes de fábula tercermundista y de parodia republicana; sin que cada semana amenacen caerse las instituciones; sin que los discursos alteren permanentemente el ánimo de los ciudadanos. Sin que pese sobre la sociedad la amenaza constante de la “refundación.”
El subdesarrollo está directamente asociado con el Estado estruendoso, con la política invasora, con la movilización perpetua y con las teorías de la “repolitización de la sociedad”, que no es una práctica que garantice las libertades, sino método seguro para dominar, neutralizar discrepancias y hacer de los hombres comunes, militantes atentos y uniformados servidores de una doctrina. Los estados fascistas fueron estados estruendosos, marcados por desfiles, espectáculos, proclamas y camisas negras. Los socialismos siguieron el mismo camino con otras banderas y discursos con distinto énfasis.
Ninguno de esos sistema aseguró la felicidad de la gente. Al contrario, afianzaron el despotismo y provocaron el mayor fracaso del siglo XX.
La tarea que le corresponde al Ecuador es hacer de su Estado una maquinaria útil, discreta, respetuosa de las libertades, marcada por la legalidad. Hay que enterrar al mamotreto quebrado, humeante e ineficiente que tenemos y que concita, a cada instante, la aterrada atención de todos nosotros.
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