El jueves en la noche, cuando culminaba la gran marcha que cerró la jornada del paro nacional, en el centro de Quito se vivió un momento que de alguna manera expresa la situación moral por la que atraviesa el país.
De un lado, los miles de manifestantes que participamos en la marcha regresábamos para el norte, el sur y todas las direcciones. Los obreros, los indígenas, los ciudadanos de Quito nos habíamos juntado en las calles nuevamente y mientras la manifestación se dispersaba reflexionábamos sobre nuestra indignación y las muchas razones de la protesta. De otro lado, y al mismo tiempo, la Policía, en cerco cerrado, custodiaba el concierto que con gritos y algazara se escenificaba en la Plaza Grande. La casta que nos gobierna festejaba; se escuchaba contenta, victoriosa. Coreaba cantos destemplados, vivas y hurras revolucionarios.
La República, en ese momento, podía fotografiarse en su más mínima expresión: La imagen de un fuerte cerco policial protegiendo una gran farra; la fuerza pública utilizando sus armas y su uniforme para que en palacio quienes detentan el poder ejerzan sin pudor su privilegio de humillar a la gente. Dignidad y cinismo divididos por un cordón policial; por policías, quizá igualmente asustados e indignados, por la misión que el poder les había ordenado para esa noche.
Ante esta imagen pensé, nuevamente, en la pertinencia de la frase de lord Acton: “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Y, ciertamente, ese absoluto de corrupción no es solo un problema contable, sino que tiene que ver con el alma y la textura moral en la que los seres humanos asentamos nuestros pensamientos, palabras y acciones. Por ello, quizá, la mayor corrupción del poder, la corrupción total, aquella que rebasa las coimas y los porcentajes de contratos, los negocios públicos hechos a la medida de intereses personales, es la que llega al alma de los gobernantes y les pega como una borrachera de omnipotencia y cinismo.
En el Ecuador miles de personas en las últimas semanas protestaron, reclamaron sus legítimos derechos. Les asiste razones, no la verdad completa. Y a la casta que nos gobierna no se le ocurre mejor cosa que montar un cordón policial para proteger su fiesta; alzar lo más alto posible el volumen de sus parlantes, cantar y repetir los eslóganes que han cacareado por ocho años, para no escuchar el clamor de la gente, para no sentir las pisadas de los indígenas que llegaron a Quito con su dignidad a cuestas, para no oír el mensaje de los obreros que se tardaron más de dos décadas en convocar a un paro nacional. Así se expresa la degradación de proyecto político dominante. Hablamos de una pérdida total de contacto con la realidad, de un gobernar a espaldas de la gente, de un creerse propietarios absolutos de la verdad; de un no querer escuchar a nadie ni rectificar nada.
Esa borrachera es la peor de las corrupciones del poder porque es una forma de corrupción que no se paga con años de cárcel; que no es fiscalizable por la Asamblea, ni auditable por la Contraloría. Es una corrupción que atañe al alma y que no se redime con nada.