Paradójico pero cierto: en las sociedades normales, el escándalo tiene función de higiene pública, de profilaxis moral. Implica que hay límites entre lo razonable y justo, y lo inaceptable, y que hay integridad que sabe distinguirlos. Significa que hay una especie de conciencia social, que hay valores que ennoblecen la vida, referentes que constituyen frenos a los desafueros. Cuando esos límites se exceden, la gente “se escandaliza”, se activa la vergüenza y, entonces, el desvergonzado incurre en descalificación social.
Lo censurable no es solamente que haya escándalos. Lo grave es que la frecuencia de los descalabros sea tanta que le dejen de importar a la gente común, porque “así mismo es”. Que los valores se agosten, que la comunidad se habitúe a los hechos insólitos de tal modo que lo censurable sea moneda corriente y conducta deseable. Y, peor aún, que quienes protagonizan tales episodios, pasen a formar parte de ese curioso mundo del “jet set de la desvergüenza”. Entonces, se llega al extremo: la picardía, la viveza y el cinismo son los pasaportes a la fama; los “hábiles” son el ejemplo, la “sapada” es signo de distinción y razón para que los expertos en burlar los valores y reírse de las leyes se conviertan en una especie de elite, que suplanta a las elites ejemplares porque, en las sociedades corrompidas, por la fuerza de los hechos, éstas extinguen.
Si la capacidad de asombro desaparece, si “todo vale”, y si la gente se acomoda sin escrúpulos, quiere decir que esa sociedad camina, con seguridad y entusiasmo, hacia fondo, que no le interesa levantar la cabeza ni mirar a las alturas que imponen esos asuntos aburridos que se llaman principios, sino que, con las excepciones de rigor, prefiere andar husmeando las oportunidades que nacen entre el rastreo de los recovecos. Quiere decir que se vive en tiempos de decadencia, aunque el dinero abunde y aunque la fiesta se encuentre en el máximo de su alboroto y esplendor. Después, llega la resaca.
Si existe conciencia moral, y si hay rezagos de rubor, la profilaxis del escándalo funciona, porque a la gente decente, que siempre queda, le repugna semejante situación, porque los controles jurídicos se activan -cuando existen y cuando honran su majestad-, porque se generan reacciones, o al menos, se produce un desencanto tan profundo que deslegitima a las instituciones inoperantes y a las estructuras cómplices. El cinismo no tiene vida muy larga. El cinismo que prolifera temporalmente, y termina provocando estampidas de reivindicación. Lo que no muere, ni en las peores circunstancias, es la rebeldía, aquella que tan bien describió Camus.
La pérdida de sensibilidad ante la frecuencia y la dimensión del escándalo, la “caducidad de la vergüenza”, es más grave que cualquier otro descalabro, porque afecta a la intimidad, al alma de la gente. Porque degenera.