Tal vez soy injusta. Y si es el caso ofrezco disculpas por adelantado. Pero, en general, la cobertura mediática independiente del 17S me supo a poco. Más que insatisfecha me dejó entristecida; con la sensación de estar obligada –por ‘mi bien’– a comerme un queso soso y descremado, que parece de plástico, cuando mi apetito y mis ganas de vivir piden un sabroso camembert.
A través de los titulares de los noticieros (la misma noche de las marchas) y en las primeras planas de los diarios (al día siguiente) se podía adivinar redacciones descafeinadas, cumpliendo con su obligación de relatar lo ocurrido, pero con una especie de freno de mano invisible, listo para accionarse a la menor advertencia de algún brío informativo.
Me explico: esta dieta insípida que, como sociedad, hemos dejado que nos impongan sin decir ni chis ni mus, nos ha provocado una anemia periodística, generada por un vector que inocula el terror de mojarse el poncho y terminar enlodado y/o enjuiciado.
Háganse esta imagen: gente inteligente, de experiencia y de buena fe caminando de puntillas, como sobre huevos, a la hora de proponer los títulos de las notas que dan cuenta de los hechos. Porque fueron más que nada los titulares los descafeinados, aptos para todo tipo de hígado (poderoso o no poderoso); leyendo las notas impresas, sobre todo, se encontraba datos, que sin embargo, para los que hacen lectura ‘scanner’ (títulos, sumarios y pies de foto) es como si no hubieran existido.
Hace poco, en una reunión social, comenté con un funcionario del Gobierno, que pronto estará al frente de un observatorio latinoamericano de medios, lo ineficaz que ha resultado para mejorar el periodismo la arremetida desde el poder político contra canales, radios, revistas y periódicos. Hay miedo y la autocensura manda entre los periodistas de todo rango; negarlo sería una necedad. ¿Ustedes quisieran ir presos y/o perder su patrimonio –en el caso de los dueños– por un quítame estas pajas? Asumo que la respuesta es no. Pues los periodistas tampoco lo quieren.
Ese mismo miedo (sumado al incumplimiento frecuente e impune de varios servidores públicos de su obligación de entregar información) ha impedido que en Ecuador se haga, de manera sostenida y cotidiana (porque destellos hay) un mejor periodismo.
El escarmiento público –justo o no, ese es otro tema– al que se ha sometido a medios y comunicadores ha sido un arma poderosísima para forjar este periodismo que va camino a descremarse y descafeinarse por completo. Pero al parecer a pocos les importa el mal que ese tipo de periodismo le hace –no a los medios ni a los periodistas, que finalmente conseguirán otro oficio– a la sociedad, que tendrá que seguir comiendo su queso soso y plástico, sin derecho a saber que hay otros que –literalmente– comen felices, y muchas veces a escondidas, camembert con vinito de lujo.
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