En un artículo de opinión, texto abierto al sentir de los lectores en el que no se dogmatiza ni asegura nada, ¿cabe confesar nuestra ira? Asumo que sí, y explico el motivo de mi indignación, aunque me arriesgue a ser juzgada como incapaz de comprender lo actual y de asumir modos de ser y de expresarse de los otros. Por si esto fuera poco, la razón de mi comentario –la de mi ira- es banal: Leí en la red, en grandes letras de un periódico español que frecuento, el siguiente título: Juan Roig: “Nuestra página web es una mierda, pero en 2018 saldremos mejor”.
Don Juan Roig es conocido por ser “el presidente ejecutivo y máximo accionista de Mercadona”. Y Mercadona es allá una gran cadena de supermercados.
Es cierto que en España hay palabras como esta de uso tan común y vulgar que se oyen a trochemoche, tal como si se dijera ‘agradable’ o ‘gris’. Pero no parece aceptable que un título en periódicos cuya versión digital se lee con enorme frecuencia en América luzcan así la grosería y el descaro.
Que lo haya dicho Roig, vaya y pase. Que lo reproduzcan es innecesario, chocante y triste. Aunque no sea raro leer tacos o malas palabras en artículos de ‘grandes firmas’ españolas, sobre todo en textos de mujeres; referencias sexuales innecesarias de una ‘libertad’ chocante, y tan frecuentes, que nos da la impresión de que ‘ellas’ desean demostrar su feminidad asumiendo modales, no ya varoniles, sino descarados y a veces brutales.
¿Es cuestión de sensibilidad?… No quiero parecer pudibunda: poder hablar de todo con claridad es bueno, pero nuestra lengua es rica, dúctil, bella. No aprovecharla es falta de imaginación…
¿Tiene sentido mi indignación en un mundo en el que la exaltación de la libertad deja expresamente de lado la otra cara de la autonomía personal y social que es la responsabilidad? Ser libre era ser responsable de cada elección. Hoy parece que cuenta el único haz de ser ‘libre’, sin otra exigencia. Y esta voluntad se nota en las palabras que decimos y escribimos…
En el Ecuador no somos gazmoños, mojigatos ni beatos. A propósito, cuento algo que viví en Madrid, cuando no tenía aún trece años. Mi hermana mayor, Alicia, que estudiaba piano en el Real Conservatorio, y yo habíamos bajado a jugar en el departamento de la familia Santullano Planas -lo recuerdo como si fuera hoy-. Algo de lo que hice o dije molestó a Alicia, que me habló tratándome de usted, que entre nosotros era como tratarse de tú con más cariño: “¡Lárguese, Susana; lárguese, por favor!”… Leonor, la hermana mayor de las amigas con las que jugábamos, exclamó asombrada: “¡Pero qué ‘educaos’ son estos americanos: hasta para mandarse a la mierda se dicen ‘por favor’!”.
Pues sí. Y lo cuento con alegría. No hay ámbito tan triste, oprobioso y necio como el que tolera la pobreza de groserías que soltamos como si fueran perlas. No. Saturados de insultos en este mundo de violencia, nos sentimos divididos, amenazados, solos. ¡Tomen nota, señores de aquí y de allá, por favor!