Hay personas que cumplen años sin inmutarse. Acumulan sabiduría y, sin quererlo, se convierten en maestros. Son capaces de analizar el momento presente con un foco de largo alcance. Durante las vacaciones ha caído en mis manos un libro importante: “Escalas de justicia”, de Nancy Fraser. En él, la autora hace una dura crítica del capitalismo neoliberal y alerta sobre las consecuencias del aumento de las desigualdades. Es un libro escrito en el horizonte europeo y global, pero que puede iluminar nuestra realidad, tentada de hacer coincidir desarrollo y buen vivir con el crecimiento del Producto Interior Bruto, la Renta per cápita o, simplemente, la capacidad de consumir.
La Doctrina Social de la Iglesia (y entiendo yo que el sentido común) reclaman un desarrollo humano integral, a favor de toda la persona y de todas las personas. Algo difícil de conseguir si no se da una mayor libertad de acceso a oportunidades económicas, sociales, políticas y culturales. Un mundo así, integrador e incluyente, nos pide asumir una mayor participación ciudadana, elevar el nivel y la calidad de la democracia y contribuir, una vez más, para que toda la economía y las finanzas sean éticas, y lo sean no por una etiqueta externa, sino por el respeto a la dignidad de las personas.
Estos son temas globales que necesitan siempre iluminación, pero también la reacción positiva de las élites de este mundo. Y de nuestras propias élites. No sólo hay que eliminar la pobreza, hay también que crear equidad y, en nuestro caso, priorizar el mundo indígena, a los afrodescendientes y a las culturas tradicionales de la Amazonía. Si no cuidamos la integración y la interculturalidad, corremos el riesgo de promover, quizá sin quererlo, un país fragmentado y, por ende, dividido y enfrentado.
No es suficiente con reclamar que la ética afecte a nuestras relaciones sociales, políticas o económicas, públicas o privadas. Es preciso que la ética toque nuestros corazones y, por lo tanto, nuestras conciencias. ¿Será posible construir un mundo coherente si la persona vive rota y perdida en su propia incoherencia?
Personalmente, desde la fe que me anima, no creo que semejante revolución sea posible sin promover una visión trascendente de la vida y, por lo tanto, una espiritualidad que garantice un bienestar integral.
La cultura dominante, economicista y técnica, se vuelve experta en mutar a los ciudadanos convirtiéndolos en consumidores. Si el objetivo es vivir bien sólo materialmente y reducir la calidad de vida a la capacidad del consumo, poco a poco iremos vaciando el alma humana y reduciendo la vida a la satisfacción de nuestras pulsiones. Cuando todo se compra y todo se vende, pareciera que todo vale con tal de lograrlo. Hay una apuesta ineludible, personal y política, para revalidar cada día nuestra condición humana y el futuro del planeta: el cuidado integral del desarrollo, espiritual y ético, a favor de la dignidad del hombre. El camino opuesto nos llevaría de nuevo a la caverna.