Primero son los derechos de las personas, y después, y sometidos a ellos, están el Estado y las instituciones, los proyectos y las ideologías. Primero es el individuo y después la economía y el poder.
La gente no es el pueblo como herramienta para acceder a cualquier sistema de dominación; al contrario, cada persona concreta es la que legitima todo, la que justifica las renuncias a la libertad, la que explica la democracia, la que sustenta cualquier sistema.
Los impuestos no son imposiciones para que la burocracia engorde, son exacciones que necesitan plena justificación en cada caso, y que tienen límites, sin que puedan jamás incurrir en confiscación.
En la práctica, los derechos de las personas, más allá de la lírica de la democracia, han quedado subordinados a innumerables intereses, a todos los poderes y a las ideologías más disímiles que empañan el horizonte y que confunden. En algún momento, al ritmo de los “movimientos de liberación”, de las revoluciones y de los populismos tropicales, los derechos se convirtieron en la excepción, en argumento prescindible, en la piedra en el zapato y en el incómodo argumento que sobrevive en mentes excepcionales y en las pocas voces que aún claman en el desierto.
Los derechos se han transformado en favores. Favores que nos conceden graciosamente las leyes, que nos otorgan ocasionalmente los tribunales, que nos niega la burocracia. Favores y no derechos. Humildades y silencios, y no altivez y dignidad. Favores que dependen de la discrecionalidad, del mal humor, del cálculo, de la militancia en un proyecto. Favores que son respuesta caprichosa al ruego aquél del “no sea malito”, del “tomaráme en cuenta”. Favores del paternalismo, sustancia del clientelismo que es la versión remozada del viejo caciquismo. Favores que articulan el miedo. Concesiones que testimonian el sometimiento.
En el mundo al revés que nos tocó vivir, no es sorprendente que la “lógica del patas arriba” haya provocado semejante distorsión, y que a algunos les parezca natural que sobre los derechos prevalezcan toda suerte de “valores” políticos, consignas, nacionalismos, colectivismos y otros “ismos”. Que la libertad tenga como presupuesto el permiso. Que la afirmación del individuo sea blasfemia, que la discrepancia sea conspiración, que la tolerancia sea rezago incómodo de otros tiempos.
Hay que volver a los derechos como regla, y a las potestades del poder como excepción, potestades entendidas como facultades prestadas, revocables y precarias, sometidas a justificaciones morales, a límites legales y a constante rendición de cuentas.
Hay que insistir en que los derechos no son favores, que su afirmación es deber de los hombres libres. Y que el primera obligación del Estado es respetarlos, promoverlos y preservarlos.