Hemos vivido en torno al discurso de un “democratismo” ultrista, según el cual el pueblo participa, legisla, ejerce el poder. Vale la pena hacer algunas consideraciones al respecto, tanto más si la “ciudadanía” se ha elevado a la condición de dogma indiscutible y de aire de la nación.
1.- La función “legislativa” de la democracia plebiscitaria.- Si algo caracteriza a la Constitución del 2008, son las novedades que presenta, los cambios que insinúa y los cabos sueltos que deja.
Además, está el hecho de que una mayoría sustancial de la gente (95% ¿?) la aprobó sin tener idea de sus implicaciones, sin conocer lo que significa. ¿Cuántos leyeron el proyecto? Sería interesante un sondeo sobre el tema para saber cómo funciona la democracia plebiscitaria, cuál es el papel del soberano, si realmente decide, o sí cumple el penoso trámite de avalar lo que la propaganda le pone delante.
La teoría política dice que la democracia se caracteriza por el nivel de participación efectiva de los individuos. Esa participación generalmente funciona a través del sistema de delegación, eligiendo gobernantes y asambleístas que actúan por la gente, administran y hacen las reglas por cuenta de los ciudadanos. Pero, excepcionalmente, la comunidad actúa de modo directo, cuando decide ella misma sobre un cuerpo legal concreto (una constitución, por ejemplo), en un acto que se llama referéndum. En ese caso, el supuesto es que quienes aprueban el texto lo conocen, militan por sus conceptos, creen en lo escrito. Pero en el Ecuador y en América Latina ese supuesto teórico no responde a la realidad. Al contrario, el referéndum es un acto de masas sin mayor reflexión, es un aval a lo que dice la propaganda, a lo que manda la simpatía personal o la pasión, o la ilusión.
2.- El pueblo como fiscalizador.-Una de las novelerías de la Constitución fue la creación del llamado “quinto poder” o Consejo de Participación Ciudadana y Control Social. La idea a la que aparentemente responde es que “el pueblo es el “…primer fiscalizador del poder público” (Art. 204). Podía suponerse que esa Función fiscalizadora debía ejercerla la ciudadanía a través de personeros elegidos por votación directa, y así se cumpliría el supuesto de la participación popular. Sin embargo, la Constitución eliminó la nominación por votación popular, y estableció un método de designación que en nada responde al concepto de democracia representativa, ni de democracia participativa, ni nada parecido. Los Asambleístas de Montecristi ordenaron que la integración del CPCCS se haga al más puro estilo de la “democracia orgánica”, en la que la ciudadanía quedó mediatizada, y anulada su intervención por el “sabio” método de designación desde el poder, empleando el filtro de las “organizaciones sociales” y comisiones ciudadanas, ¿soviets?, cuyos dirigentes, sin tener representatividad ni legitimidad democrática alguna, actúan como grandes electores.
La experiencia en la designación de los integrantes el CPCCS es patente demostración de un proceso antidemocrático y subjetivo, y con injerencia del gobierno, en que el derecho de los ciudadanos a elegir sus representantes en esa Función se sustituyó por una nominación por evaluaciones, puntajes y calificaciones, en los que la ciudadanía actuó como invitado de piedra, en otro episodio del democratismo discursivo en que hemos vivido, y que ha significado cosa muy distinta de la participación popular. Aquello de que el pueblo sea el primer fiscalizador del poder, como pomposamente dice la Constitución, resulta por demás dudoso. ¿Son los consejeros representantes populares, o personas vinculadas con la dirigencia de grupos de acción política que nunca han llegado al poder por elección popular?
3.- La Asamblea Nacional.- Si hay una función que resultó disminuida en la estructura del Estado previsto Constitución, es la Legislativa. Curiosa devaluación que se hizo por vía de referéndum, porque en un régimen democrático se supone que la Asamblea Nacional es el representante del pueblo, quien, a través de sus legisladores, expresa el pensamiento de la comunidad, sus urgencias y aspiraciones.
Más aún, las leyes, que son los productos legislativos, hoy ocupan un lugar secundario frente, por ejemplo, a las “políticas” de las que quedó investido el Ejecutivo. Las leyes son susceptibles de veto presidencial, en contraste, las políticas presidenciales no pueden ser objetadas por la Asamblea. Al contrario, según el Art. 148, si el Presidente considera que la acción de la Asamblea obstruye las políticas derivadas del Plan Nacional de Desarrollo, puede disolver la Asamblea, que concluye sus labores ipso facto, en cambio, el Presidente se queda por tiempo indeterminado legislando por decretos-leyes de urgencia económica, hasta que se convoque a nuevas elecciones, en el proceso vulgarmente llamado “muerte cruzada”. Por otra parte, las leyes que expide la Asamblea son susceptibles de control de constitucionalidad por la Corte Constitucional. Las políticas presidenciales son intocables, porque la Corte no tiene facultad alguna para objetarlas. La comparación entre estos dos temas alude a la naturaleza y alcance del híper presidencialismo que se inauguró en el 2008, y sus consecuencias.
La experiencia de estos años permite concluir que la participación de la ciudadanía, su representatividad, los sistemas de delegación real del poder, son nominales, teóricos. La ciudadanía es un concepto cuyo lirismo e ineficacia es inocultable. Paradójica, sin duda, esta ausencia real de la ciudadanía de los núcleos duros del poder, cuando ella debería constituir la razón de ser de lo que se anunció como “el nuevo tiempo”. Paradójica ciudadanía sin más poder que ir con frecuencia a votar sin posibilidad de “elegir”.