Dejé de fumar hace nueve años. Durante más de 30 fumé un promedio de 20 cigarrillos diarios. Hice intentos poco metódicos para dejarlo, pero siempre me podía. Además, el fumador gozaba todavía de cierto prestigio social. No era la lacra que hoy expulsan de todas partes.
En diciembre del 2005, al salir de una neumonía, decidí dejar de fumar. Era consciente de que me despediría para siempre de entrañables ceremonias. Todo vicio tiene sus rituales y su estética.
Y el cigarrillo había sido el compañero inseparable de personajes que admiraba: Albert Camus, Humphrey Bogart, Jean-Paul Sartre, Bette Davis.
El escritor Manuel Mejía Vallejo contaba que, estando interno en un hospital de Medellín, escuchaba todas las noches los silbidos de asfixia de un paciente con enfisema pulmonar.
Esto le bastó para despedirse del Pielroja, que, con un vaso de ron, completaba la foto que nos hicimos de él sus amigos.
Unos meses antes de tomar mi decisión, la revista SoHo me pidió una defensa escrita de los fumadores. La escribí con placer, con el placer de un cigarrillo después del amor, no tanto para hacer una apología de la nicotina como para protestar contra la cruzada que nos encerraba con su hostilidad.
Claro que el tabaco mata; que es el origen de graves problemas de salud privada y pública; que, al fumar, obligamos a nuestros vecinos a tragar el mismo veneno.
No hay fumador que no lo sepa. Claro que cada año mueren decenas de miles de consumidores de nicotina, como mueren decenas de miles de adictos al alcohol o a las drogas duras.
Antes de tomar la decisión, había probado con un ansiolítico que me regaló un amigo cardiólogo. Los efectos secundarios de las dichosas pastillas volvían perezoso e indiferente el músculo gozoso.
Uno viene a este mundo a vivir y no a durar. Después de quemar simbólicamente un paquete de cigarrillos, mantuve en mi escritorio otra cajetilla. Quería experimentar con una frase que recordaba de una vieja película: “No elimines el objeto del deseo; elimina el deseo”.
Sin heroísmo, les dije adiós al cigarrillo y a sus rituales, a la humillante búsqueda de colillas en la madrugada, a las cenizas que caían en el teclado del computador, a las quemaduras en la ropa nueva.
No adopté los resabios de un converso ni empecé a soltar sermones. El cigarrillo, me dije, no es más que otro producto en el catálogo de su instinto de muerte, que diría Freud. Como el alcohol o las drogas duras.
El tabaco y su consumo dejaron de ser un asunto privado del “libre desarrollo de la personalidad”. Se convirtieron en un candente asunto de salud pública, pero la tendencia prohibicionista no ha impedido que las tabacaleras y sus lobistas desafíen a los gobernantes.
El bueno de Pepe Mujica viajó a Washington: a hablar con Barack Obama sobre una demanda al Gobierno uruguayo. No tengo nada contra las corporaciones, debió de haber dicho Mujica.
Que ganen plata, pero que acepten que están fuera de casa, que las reglas las hacen los propios, no los poderosos foráneos. Creí que Pepe le había recordado todo esto a Obama.