¿Dónde hay fascismo?

José Ayala Lasso
jayala@elcomercio.org

En un reciente estudio sobre el fascismo, Christian Caryl dice que en los tiempos que corremos es usual acusar a un rival político de fascista, buscando así descalificarlo con la fuerza destructiva de un misil. El fascismo, dice Borja en su Enciclopedia de la Política, no es propiamente una ideología, ni menos una concepción integral del mundo, sino un “conjunto poco coherente de reglas pragmáticas para el ejercicio del poder”. Mussolini, en tal contexto, proclamó el fascismo y descartó “todas las ideologías políticas tradicionales”, inclusive la doctrina de Montesquieu sobre la división de poderes, a fin de llevar adelante el “proyecto
revolucionario” colocándolo en manos del partido único.

En la práctica, el término “fascista” se usa actualmente para describir actitudes autoritarias o mesiánicas que pretenden interpretar los sentimientos de la sociedad, desconocen la legitimidad de la opinión ajena y quieren reglamentar a su antojo los derechos y someter a la ciudadanía mediante la implantación del temor. También se acusa de fascistas a extremistas, de derecha o izquierda, que apelan a la violencia o a otros medios no previstos en la ley para alcanzar sus objetivos, o a quien utiliza la ley como un instrumento para alcanzar sus fines y la cambia cuando lo cree necesario para acomodarla a sus intereses.

Caryl afirma que son características del fascismo la creencia en la superioridad racial, doctrina perversa que sirvió para descalificar a judíos y eslavos, actualmente sustituida por manifestaciones de racismo y xenofobia, igualmente condenables; la adhesión a las teorías sobre la supremacía del Estado -“todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”- según las cuales los derechos y libertades, inclusive la de opinión e información, son concesiones del poder y deben estar sujetas a su control; la sumisión a un líder carismático que dispone a su antojo porque pretende encarnar el alma soberana del pueblo, se declara defensor de una tercera posición entre el comunismo y el capitalismo, detesta al “Estado burgués y clasista” y busca crear un Estado popular y sin clases; el uso de símbolos como camisas negras, pardas -¿o bordadas?- y la supremacía de lo militar.

Caryl concluye que a los Estados del siglo XXI, con excepción de Corea del Norte, no parece fundado calificarlos de fascistas. Aunque así fuera, lo lamentable es que existan regímenes con más de una de las característica del fascismo académicamente explicado por Caryl, que creen en el líder infalible y eternamente necesario, que proclaman la superioridad del ser humano pero lo sujetan a los intereses estatales, que subordinan la ley al proyecto político, que insultan, persiguen y ven como enemigos a quienes discrepan de la verdad oficial. No es difícil decir dónde.

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