La hamaca, valiosa invención de los indígenas americanos, se convirtió, por arte de necesidad, en utensilio inseparable de la cultura mestiza y montuvia, en cama portátil que alivió la vida de conquistadores, ejércitos y campesinos.
Pero, hoy, la hamaca está vinculada con el descanso, la vacancia de la vida, la plenitud del ocio. Es símbolo de la holganza y está asociada a gente que, en envidiable laxitud, espera tendida al fresco que ocurra “algo”, que venga “alguien”. Todos nos tendemos en la hamaca alguna vez, pero hay quienes hacen de eso actitud vital y espera crónica.
Los contemplativos miran, esperan y duermen. Casi siempre, rodean a su contemplación de tal seriedad que uno aspira a que del descanso surja la sabiduría o, al menos, una idea genial. Se creen sabios o poetas en inspiración, ideólogos que en secreto planifican la salvación del mundo.
En ‘la cultura de la hamaca’, los horarios, rigores laborales, obligaciones y plazos son males del ‘sistema’. Ni pensar en vivir mejor que el vecino, en tener prosperidad por vía de iniciativa, o en competir y crecer más allá de los límites que impone la plaza del pueblo y la crónica comodidad. La hamaca prohíbe todo eso.
Como contemplativo, uno puede volverse observador, o quizá ni eso. Lo que con seguridad sí ocurre es que el contemplativo se anquilosa y se habitúa a que todo le llegue por arte de subsidio.
Lo que sí sucede es que todo lo que al contemplativo le rodea, incluso el paisaje, se deteriora y se pierde, porque el esfuerzo está descartado, la indolencia se justifica y hasta genera derechos y pretensiones.
Pero los ‘neocontemplativos’ sí se mueven para exigir que se les deje estar, y hasta se toman la molestia de construir argumentos para justificar su horizontalidad en el chinchorro; entonces, dicen que la pasividad es un modo de vivir en armonía, una forma de entender la existencia y, más aún, sostienen que a la sociedad se le debe obligar a que así viva, que su “ideología” debe ser la de todos, y que quien disienta de tal filosofía, y de la consiguiente vacancia de esfuerzos y competencia, sea sancionado por los sumos sacerdotes de la comunidad política de los seres horizontales.
El problema es que hay quienes odian la hamaca y desprecian la cultura del chinchorro, que son seres activos, competitivos e inconformes. Hay quienes necesitan trabajar, cambiar las cosas, ser mejores, competir y ‘ganarse la vida’.
Hay los otros, que se dejan ganar de las circunstancias, que se derrotan de antemano, que hacen de eso un mérito, y que inventan teorías para ir en reversa de la humanidad y seguir las reglas de la ‘vida plena’, de la contemplación perfecta, de la pesca y la recolección. En esas andamos por acá, en volver teoría y práctica a la cultura de la hamaca.