El Nacional, Venezuela, GDA
Ya no sé en cuál de las colas fue.
Pudo ser en Locatel, donde buscaba champú y apenas conseguí Lipitor.
Allí escuché que a un señor en un automercado, por intentar robarse unos cartones de leche, le dieron con un pollo congelado en la cabeza.
De repente una señora vio que una muchacha había agarrado más pañales de los que ella suponía que debía llevarse y estuvieron a puntico de agarrarse por los pelos.
O fue en la del automercado, donde no conseguí casi nada, salvo oír la conversación de una profesora de yoga con una vieja alumna que había desertado de su escuela.
La aprendiz explicó que se había ido porque le daba miedo caerse cuando se paraba de cabeza.
Estuve a punto de mirar seriamente a la profesora y decirle que a mí tampoco me gustaba pararme de cabeza.
Pero, en cambio, escuché que un señor llamaba por celular a su hermano para que se fuera a una bodega porque –según el guajiro– había llegado papel higiénico.
O quizás fue en la fila del Seguro Social, donde me demoré porque desde hace años intentó resolver un error que cometieron con mi nombre.
Se lo comenté a mi vecino de cola. A lo que me respondió que eso es muy común en gente que tiene apellidos raros. Le dije que eso era posible. Pero también en gente que no sabía escribir.
De repente oigo una conversación que atrapa a todo el mundo.
Una señora de las primeras de la fila, narradora nata, le cuenta a su vecina que tres bomberos de Nueva York –que trabajaron en los escombros de los atentados del 11 de septiembre de 2001– fallecieron el mismo día a causa del cáncer.
Siempre hay un espontáneo que no se puede quedar callado.
“Todo el mundo sabe que cuando se cayeron las Torres Gemelas se liberaron muchos venenos”, agregó el entrépito.
Hubo un silencio espeso que se podía cortar, pero una joven universitaria de pelo ensortijado, con tantos rulos como ganas de comerse el mundo, se lanzó al ruedo.
Debía estudiar estadística. Aclaró que el 11 de septiembre de 2001 murieron 343 bomberos. Desde entonces, han fallecido de cáncer otros 850 matafuegos.
Pero no abrí la boca. Porque la gente, a pesar de que hablaba de cualquier cosa, estaba incómoda.
Muchos habían pedido permiso en el trabajo, otros dejaron a un familiar enfermo sin atención, y algunos perdieron una clase valiosa.
Los rostros eran una radiografía de la rabia que los embargaba. Sentí que faltaba una chispa para encender la pradera, como dijo Mao en 1930.
Pero no pude seguir en lo que estaba porque debía prepararme para estar una mañana entera (desde las 05:00) detrás de una batería, y el morocho Juan acababa de llamarme para darme una buena noticia: había conseguido cinco litros de aceite sintético a precio de caviar beluga.
Era una oportunidad por la que tenía que correr como el jamaiquino Usain Bolt.