El 16 de marzo de 1968, un pelotón de soldados norteamericanos en busca de guerrilleros del Viet Cong asesinó a alrededor de 500 ancianos, mujeres y niños en la aldea de My Lai en Viet Nam. Frente a una corte marcial, años más tarde, el teniente William Calley, principal responsable de la masacre, esgrimió la clásica defensa de la debida obediencia. Según él, se había limitado a obedecer órdenes.
Las investigaciones previas al juicio habían llegado a la clara conclusión de que Calley nunca había recibido la orden, que habría sido ilegal, de asesinar a civiles indefensos. No obstante, él insistió, y ha seguido insistiendo desde entonces, que era así como había entendido sus órdenes, y que las había acatado estrictamente.
En su impactante libro ‘Crimes of Obedience’, el gran psicólogo social de la Universidad de Harvard Herbert C. Kelman y su coautora V. Lee Hamilton reflexionan sobre la masacre de My Lai. La describen como un “crimen de obediencia”, que talvez sería mejor describir como un “crimen de no desobediencia”. Sostienen que este tipo de crimen “nace del conflicto entre dos deberes contradictorios: el de la obediencia, y el de la desobediencia.” ¿Cuál es ese “deber de la desobediencia’? Plantean Kelman y Hamilton que cuando, como habría sido el caso con la supuesta orden tras la cual Calley pretendió escudarse, una orden es ilegal, el subalterno que la recibe debe desobedecerla. No es que puede desobedecerla: es que debe desobedecerla.
Comentan Kelman y Hamilton: “Los subalternos viven en un permanente proceso de construcción de equilibrios, que se inclinan hacia la obediencia, pero que deben ser atemperados por el sentido común y una normal capacidad de comprensión.” Ante una orden ilegal, “el sentido común y la normal capacidad de comprensión” deben más bien inclinar hacia la desobediencia.
El juez militar que presidió la corte marcial de Calley ha escrito: “A los soldados se les enseña a obedecer, y se asigna especial importancia a la obediencia en el campo de batalla. La efectividad militar depende de que las órdenes sean obedecidas. Pero, por otro lado, la obediencia de un soldado no es la obediencia de un autómata. Un soldado es un agente que razona, y está obligado a responder no como una máquina, sino como una persona”.
¿Qué mejor argumento que éste a favor de sistemas sociales de crianza, de educación y de ejercicio de la autoridad que propendan al desarrollo de personas libres, pensantes y reflexivas, “agentes que razonan”, capaces de desobedecer disposiciones abiertamente ilegales o cuya intención aparente sea burlar o subvertir la ley? Recuerdo al estudiante que alguna vez me confrontó diciendo: “¡Mi papá le paga para enseñarme, no para preguntarme qué pienso!”. Le tomó tiempo llegar a comprender que lo apropiado era todo lo contrario.