La corrupción ha logrado corroer el contenido de su propio concepto. Para el común de la gente, se reduce a sustracción de fondos públicos. Tan cuantiosos, eso sí, que resulta difícil calcular su magnitud. Se estima que la década correísta gastó más de trescientos treinta y cinco mil millones de dólares. Si los sobornos fueron -al menos- el 35 por ciento de esa suma, la usurpación sería de ¡ciento diecisiete mil doscientos cincuenta millones de dólares!
Pese a esta descomunal cifra, el robo de fondos públicos en coimas es apenas una parcela del problema comparado con sus efectos colaterales -endeudamiento desmedido, ineficiencia del gasto y pérdida de la inversión, como en la Refinería del Pacífico-, que privaron al Ecuador de los réditos que hubiese obtenido de haberse destinado a obras productivas para el desarrollo del país. Este hecho devela que la parte sumergida del iceberg de corrupción es, en cuanto a sus efectos exponenciales, mucho mayor que los dineros sustraídos en comisiones. Esta manera de cuantificar los daños expansivos de la corrupción llevó al Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas a abordar el problema desde el punto de vista de sus devastadoras consecuencias para la efectiva realización de los derechos humanos.
En otras palabras, el gobierno correísta no sólo sería responsable de robo de dinero público y de gastos e inversiones ineficaces, sino también de la violación de una amplia gama de los derechos económicos, sociales y culturales, al haber despojado a sus habitantes de tales recursos para su desarrollo humano. Al ser una consecuencia de ‘capital’ sustraído, los daños financieros persisten aun si tales fondos fuesen recuperados; pero son todavía peores si ello no ocurre, por lo que el gobierno actual está en la obligación de adoptar medidas eficaces, incluso con cooperación internacional, para recobrar ese dinero y castigar a los ladrones. Por suerte, la recuperación de fondos robados es menos difícil cuando se hace de un gobierno despótico, ya que éste -hemos visto- concentra todo el poder y nada se mueve en él sin su conocimiento y aprobación. A su vez, las víctimas -individuos y colectivos- pueden buscar reparación de daños bajo el Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, ratificado por el Ecuador en 2010.
Pero si el robo de dinero del Estado es grave, y más graves aún sus efectos colaterales en el ámbito de los derechos humanos, son todavía mayores los daños intangibles de la corrupción al corroer las instituciones democráticas y la conciencia y ética de gobernantes y secuaces.
Ni siquiera el «economista» -con más de una docena de títulos honoris causa- sabría la fórmula para cuantificar el desastre. Ni le importaría.
Columnista invitado