En medio de la crisis geopolítica de Lejano Oriente, causada por los desafíos de las explosiones nucleares ordenadas por Kim Jong–un, ahora él denuncia que hay un plan para matarlo.
El líder del Partido del Trabajo -el único legal, por cierto– es heredero de una dinastía de dirigentes del sistema que domina Corea del Norte desde el advenimiento de Kim Il–sung, que heredó el poder a su hijo Kim Jong–il y este a su vez lo traspasó a nuestro personaje de hoy.
Kim mantiene viva una tensión fronteriza de nunca acabar. Al finalizar la guerra de Corea nunca se firmó la paz y se vive en un status quo nocivo: un armisticio con la frontera más fuertemente armada del planeta.
El viejo Kim es venerado de forma obligatoria por su pueblo. Él mantuvo estrechas relaciones con José Stalin y Mao Tse Tung. Corea del Norte limita con Rusia y China.
La economía de Corea del Norte depende del comercio con China, país al que han llegado huyendo del hambre y la represión una inmensa cantidad de norcoreanos.
El poder concentrado, la ausencia total de libertad de prensa, el bloqueo a las señales de radio y televisión de su vecino del Sur –que vive una economía capitalista y liberal– sustenta su control en un férreo poder militar. Gigantescos desfiles, parafernalia de derroche y exhibición, son un sistema casi único en el mundo. El poder militar norcoreano mantiene una estratega de demostración y efectos en el escenario de su vecindad. En Corea del Sur se lo tiene como una gran amenaza, allí hay al menos tres decenas de bases norteamericanas, una de ellas en el propio corazón de Seúl, situada a corta distancia del paralelo 38, aquel límite que separa a ambos estados.
La idea sembrada de su potencial nuclear se acentúa en sucesivas explosiones. Y EE.UU., movilizó embarcaciones.
La salida de Kim Jong–un es acusar a EE.UU. y Corea del Sur de quererle envenenar. Un fantasma de las inyecciones letales que dicen que reciben sus opositores.