Los gobiernos latinoamericanos ‘simpatizantes’ de la corriente liderada desde el eje Cuba-Venezuela tuvieron una visión común: llenar todos los espacios institucionales con personas adeptas a su tendencia, que respondan a sus dictados y trabajen para lo que ellos consideran la transformación democrática de la región. Actuaron de forma muy prolija en aquello, tanto al interior de sus territorios como en los espacios internacionales en los que han tenido la oportunidad de hacerlo.
Su visión de la democracia es la de acumular poder y eliminar al oponente. No caben otras alternativas que no sean aquellas propias y obedientes del poder que ahora detentan. Es la consumación de la política implementada por el totalitarismo que controló con puño de hierro el Este de Europa por casi media centuria. Ahora lo replican por estas latitudes.
Así lo señalaron hace pocos años en Argentina, cuando la consigna era “vamos por todo”. Sin embargo, existió un segmento de la sociedad que se resistió e impidió, hasta donde les fue posible, que el poder político controlara absolutamente al judicial.
Intentaron un sinnúmero de maniobras pero no les alcanzó para colocar a sus incondicionales que, para cuando se alejen del poder, fuesen los que se encarguen de conocer las causas que se han instaurado en su contra mientras han estado en la cúspide hegemónica.
También, en su percepción política, han buscado que toda esa institucionalidad ahora consecuente con sus designios sirva de avanzada en contra de sus opositores o contradictores. Les ha resultado fácil iniciar causas imputándoles supuestos delitos y así neutralizar a los líderes de otras tendencias, como en Venezuela. Con marcos jurídicos reñidos con los tiempos han conseguido hostigar a la prensa que no se alinea con sus premisas y así lograr condicionarla o acallarla, para que la propaganda oficial sea la única fuente de información con la que cuente la ciudadanía.
Era la premisa básica del marxismo. Someterlo todo a un control total y único. Han sido consecuentes con una ideología, desfasada en el tiempo, que pregonaba que lo jurídico, perteneciente a la superestructura, estaba subordinado a lo político. Nunca han aceptado que esa visión, de hace 200 años, ha evolucionado; y, allá en los países que han logrado un verdadero desarrollo, los ciudadanos conforman un conglomerado crítico que impide que la institucionalidad sea obsecuente con los abusos de poder.
El último paso que han dado ha sido colocar a sus incondicionales en los espacios llamados a precautelar los derechos humanos. Basta revisar las actuaciones de algunos de ellos para conocer los méritos que les han permitido acceder a sus funciones futuras.
Después se sienten extrañados y molestos porque no existe confianza en la administración de justicia, o por lo menos escépticos ante las propuestas de crear tribunales en la región que diriman diferencias entre los estados y los particulares. Dados todos estos antecedentes ¿será que se vuelven predecibles sus futuras actuaciones?