El objetivo de la propaganda es lograr la adhesión irracional del público para vender cosas, servicios o promesas. Esa convicción no proviene de juicios críticos, al contrario, nace de la explotación subliminal de impulsos primarios, de resortes emotivos que desencadenan reacciones elementales. Cuando el “marketing” promociona un producto o una tesis, no busca suscitar debates acerca de lo que se ofrece. El propósito es obtener resultados inmediatos: más clientes ansiosos de comprar, más “ciudadanos” ansiosos de votar .
La “video política” de que habla Sartori, y la “república de los sondeos”, han pervertido los fundamentos de la democracia. La potente acción de la propaganda ha transformado al “soberano” en “cliente” y al ciudadano en espectador. La propaganda genera una “ideología clientelar” y un “consumismo electoral” incontenibles, que se asocian con el afán de “estar a la moda”, a tono con la revolución, o el “cambio”, y a tono también con el temor a desentonar de aquello que aparece en el escenario como lo bueno, lo ‘in’, lo políticamente correcto. En efecto, ¿quién quiere ser de la partidocracia?, ¿quién no se entusiasma con el cambio como ilusión, aunque ignore su contenido?, ¿quién quiere estar fuera de la foto?
La simplificación es el elemento esencial de la “video política”. Su peor enemigo y su más grave riesgo es el debate. De lo que se trata es de martillar las cabezas de los electores con mensajes básicos que generan conductas que corresponden a la “fe del carbonero”. Nada de explicar cómo se llegará a la felicidad política, nada de permitir que se dude de si será posible tanto bien. Nada de eso. Al contrario, hay que repetir hasta la exasperación la cuña, el mensaje y la imagen. La propaganda comercial, y su hija predilecta, la propaganda política, no buscan proveer de datos para la reflexión. Buscan “vender” productos e imágenes, y eliminar todo juicio de valor sobre ellos.
El secuestro de la conciencia de los electores en cárceles mediáticas genera dogmatismo y moda, nacidos de la reiteración de “verdades políticas”. Todo esto incide en la sicología del ciudadano, inducida hasta neutralizar su capacidad de discernimiento crítico. Sus decisiones son cada vez menos libres, están sugestionadas fuertemente, viciado su consentimiento por la propaganda, confundido su voto por las imágenes y los discursos, asociada su esperanza a las medias verdades y a los imposibles que proponen los candidatos.
Me pregunto, entonces, si hay un “pueblo”, consciente de sus deberes cívicos, o si hay un “público” ansioso de espectáculo, de novedades y de “cosas”. Me pregunto, en estas circunstancias, ¿quién es, de verdad, el soberano? ¿Es la democracia solo una dimensión mediática donde el juego se da entre actores que llevan la batuta y que dominan, y espectadores que ríen o que lloran al ritmo del drama que nos venden?