Durante el II Congreso Internacional de Medicinas Tradicionales (Lima, 1988), se produjo un agrio desencuentro entre los peruanos Frisancho, furibundo indigenista, y Cabieses, connotado historiador de la Medicina. Se le vio a Fernando Cabieses increparle a Frisancho: ¿No te has percatado que hoy contamos con tabletas cuyos contenidos en principios activos superan a los que contiene costales de aquellas yerbas milagrosas? Es de advertir, continuó Fernando, dirigiéndose a los asistentes, que el 90 por ciento de la flora amazónica ya ha sido estudiada por investigadores extranjeros, especialmente suecos de la Universidad Karolinska. En la palestra: Frisancho, el conocimiento empírico, vs. Cabieses, el conocimiento científico.
Ante la euforia desmesurada que soportamos sobre los conocimientos ancestrales, los prehispánicos, aún vigentes en unas pocas comunidades indígenas, las opiniones de científicos nacionales como las del Dr. Hugo Navarrete de la PUCE, vienen a situar los términos de las controversias: “Lo que si hay que aclarar es que muchos de estos conocimientos (los ancestrales) son empíricos, no tienen comprobación científica. No hay que pensar que la etnobiología es solo la recuperación de los usos ancestrales. Es una visión indigenista. Lo otro es la búsqueda de nuevas moléculas que nos permitan combatir enfermedades”. Insistir en lo ancestral, como posición indigenista, nos está llevando a extremos incalificables. La piedra de moler, esa “máquina indígena”, aún en uso por desventuradas mujeres cuyos riñones quedan hecho polvo. Peor aún eso de calificar como ancestral el arado romano tirado por bueyes (!).
Mi indigenismo, el de los biopatólogos altoandinos, el que pondera que tan solo un pueblo inteligente, atento observador de los fenómenos de la naturaleza, tenaz y bien nutrido, pudo crear el Imperio de los Incas al dominar un hábitat bravo y difícil. Una de las diez civilizaciones que recuerda la historia. El pueblo que más ha contribuido a la alimentación mundial con el maíz, la papa, y la quinua. El que domesticó llamas y alpacas dando vida a inmensos páramos desolados. El que impuso el control vertical de los pisos ecológicos para contar con una alimentación variada y equilibrada. El que junto al maíz sembraba quinua, rica en los aminoácidos esenciales de los que carece el maíz. El que prefirió las sales yodadas de los Andes a las que venían del mar, sin yodo. El pueblo que con los canales de agua de riego logró cultivos intensivos y sobreproducción de alimentos. El pueblo que pudo ser vencido tan solo por virus y microbios y la escritura alfabética.
Nuestro indigenismo: el que sabe que en no más de dos generaciones, con una nutrición normal y educación, volvería a ser el pueblo que fue. Una palanca para el desarrollo del país de todos.